viernes, 28 de noviembre de 2008

"Treinta Treinta" (Dalmiro Sáenz)

Nadie lo vio llegar, y mucho menos Morgan, que estaba de espaldas en ese momento asegu­rando dos bolsas de semilla junto al asiento del carro. Pero lo cierto es que estaba ahí, montado en ese bayo encerado, sin gestos, sin sonido, sin pilchero, sin perros, como si en la mitad de la calle hubiese crecido una estatua inverosímil.
Cuando dijo -Morgan- la palabra cayó en el polvo de ese pueblito sin nombre en el norte del Chubut, y cuando la volvió a repetir, pare­ció que fueran las mismas sílabas, que él levan­taba del suelo para volver a ofrecerlas al hom­bre, que unos segundos más tarde se iba a dar vuelta todavía sin la cara de terror que lo acom­pañaría durante los pocos segundos que siguió viviendo.
El primer disparo le atravesó la cabeza. Mor­gan todavía no había caído al suelo, cuando una sucesión de balazos desmoronaron la yegua zai­na, entre las varas del carro y entre los aullidos de los perros, primero el Corbata y después el Limay, que alcanzados en la paleta desparrama­ron sus muertes junto al cadáver de su dueño.
Ahora la calle se llenó de gente, salieron de las casas, del Almacén, del boliche, del Hotel de la esquina, sin darse mucha cuenta que esta­ban formando parte de un círculo cuyo centro era el hombre que ahora boleaba la pierna so­bre el anca de su caballo, y tocaba por primera vez el pueblo con sus botas de taco alto y sus espuelas grandes, mientras aún conservaba en su mano un Winchester Treinta Treinta con el cerrojo abierto, y en su cara esa expresión de feroz cansancio que mantuvo mientras caminaba unos pasos sin soltar el cabresto, y el círcu­lo se desplazaba conservando su radio en todo momento, incluso cuando el hombre se detuvo para ponerse en cuclillas y tocar las manos de su caballo concentrándose un rato en los tendo­nes sudados.
El primero en intentar hablar fue el viejo Fonseca; su chacra bordeaba el mismo pueblo y sus padres y los padres de sus padres se habían inclinado sobre surcos parecidos y habían mira­do el mismo cielo con los ojos semicerrados; mientras ahora su hijo, cuyos hijos y los hijos de sus hijos estaban también ahí, con los demás vecinos absortos, cohibidos, abrumados, por esa fuerza que, indiferente a todo, parecía preocu­pada únicamente por las manos de su caballo, y cuando las palabras del viejo Fonseca, todavía pensamientos sin sonido o por lo menos no el sonido correspondiente a sus pensamientos se oyeron, los hombres -duros, fuertes, burdos, toscos, cobardes sin saberlo, porque sus vidas habían sido duras, fuertes, burdas, toscas y co­bardes también sin saberlo, porque esa tierra demasiado seca les había absorbido sus sueños, su hombría, sus cosechas, su dignidad, su tiem­po- miraron esperanzados al hombre como es­perando una respuesta, una aclaración que jus­tificara la muerte de Morgan, de su yegua zaina y de sus perros.
Pero el hombre al que días más tarde llama­rían “Treinta Treinta”, no levantó la vista hasta después de un rato y cuando lo hizo, no fue para mirarlos sino consecuencia de haber le­vantado todo su cuerpo, que se inclinó un po­co al tomar el cabresto y después caminó unos pasos mirando sobre su hombro las manos del caballo.
Ahora el círculo se siguió desplazando con él a lo largo de la calle y cuando se detuvo frente al jardincito de los Davidson fue porque el hom­bre había abierto la puerta de madera y hacía pasar el caballo detrás de él, y ahí en el cua­dradito de alfalfa y pasto ovillo fue desensillan­do lentamente, mientras en el vidrio de la ventana la cara indignada de Mary Davidson se des­componía en palabras que jamás habría dicho en presencia de sus padres, pero que tras el vidrio de la ventana admitían cierta lógica que después en la puerta de su casa, que abrió to­davía en el envión de su furia, se diluyeron en ese círculo del cual ella ahora también formaba parte junto con sus parientes amigos y vecinos.
-¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? -dijo Mar­y- y ¿qué hacemos acá callados todos muertos de miedo?
Pero esto lo dijo varias horas más tarde en la reunión de vecinos que se formó en lo del viejo Fonseca, ahora algo desinhibidos de esa presen­cia que suponían dormida en el mejor cuarto del hotel, después de haber entrado como si fuera su casa y mirado unos instantes las cuatro puertas cerradas, eligiendo una de ellas por la cual pasó y también por la cual unos instantes después saldrían disparadas hacia afuera unas bolsas, dos maletas de viaje, un par de botas cuyo dueño en la reunión de vecinos diría in­dignado:
- Si no hacemos algo ahora después va a ser tarde, se va a apropiar del pueblo como hizo con mi cuarto.
-Y con mi jardín -dijo Mary.
-Y con mi marido -podría haber dicho la mujer de Morgan si hubiera estado en la reu­nión, en vez de estar en su casa con el llanto ya seco, preocupada en calcular cuánto le cobraría su vecino Silvestre en sembrarle las dos bolsas de semillas y cuanto le costaría reemplazar la yegua zaina y unas de las varas del carro, que había quebrado al caer muerta. Porque era un pueblo de agricultores muy pobres y muy solos en la Patagonia ancha del año 94, y el tiempo lento de los años duros sólo había dado tiempo a ese tiempo y a esa dureza, impidiendo el de­rroche del esfuerzo, del agua, de las virtudes, de las semillas, de los defectos, de las pasiones, de los bueyes; de las mulas, de los caballos de pecho y de cualquier actitud, movimiento o pensamiento que no formase parte de esa fé­rrea determinación de subsistencia.
Uno de los Vanderson fue el que habló des­pués, su cara parecía formar parte de algo mu­cho más viejo que su cuerpo, tal vez cincelada por esa eterna espera de los que nada tienen que esperar, por lo menos del suelo y de los hombres que llevaban su apellido y que habían dividido su tierra en tantas partes como hijos eran, y cada uno de ellos trabajaba esa parte como si él ya no existiese desde el día aquel, en que sus manos dejaron de cerrarse sobre las empuñaduras del arado, para apoyarse abiertas en el dolor de su cintura, de donde parecían no haberse apartado desde entonces, y mucho me­nos en ese momento en que sus manos no sólo encerraban su cintura sino también sus palabras cuando dijo:
-Yo no puedo hacer nada... el reuma, sa­ben, el reuma... pero en casa tengo un fusil viejo y algunos de ustedes también tienen ar­mas... Y si nos juntamos...
– Ninguno de nosotros sabe tirar, hace años que no tiramos un tiro y los pocos que tenemos armas ni sabemos en qué parte del galpón las tenemos guardadas, yo creo que tenemos que esperar a que se vaya. Para qué se va a quedar acá si no tenemos nada que le pueda interesar.
– Tal vez lo están persiguiendo, tal vez algún baqueano de la policía le está siguiendo el ras­tro -dijo alguien- tal vez lo mejor sea esperar.
-Y dejar mientras tanto que sea dueño del pueblo -dijo Mary indignada-, dejar que su caballo viva en mi jardín y se coma el alfa de mis pollos.
– No -dijo una voz del fondo del grupo. Entonces todos se dieron vuelta, Mary, el vie­jo Fonseca, Davidson, los dos Mayer, Santos el mayor de los Faisca, las mujeres, todos se dieron vuelta, porque ese "no" formaba parte de las palabras que cualquiera de ellos querría haber dicho, y lo miraron por eso, como mirándose a sí mismos, como cuando miraban sus campos con las espigas triunfantes sobre la erosión y la seca o como cuando miraban a sus hijos en al­gún atardecer quién sabe cuándo. D’Acosta, que no oía muy bien, dijo a alguien:
- ¿Quién es?
- Forester -le dijeron.
- ¿Cuál de los Forester?
- El menor.
El que hasta ese momento era considerado en la chacra como un chico, porque sus dos her­manos eran bastante mayores, y que ahora due­ño de ese "no", de las miradas, de la sonrisa que Mary le había dedicado, dueño además de las respuestas al aluvión de preguntas que después surgieron.
- ¿Vos?
- ¿Cómo?
- ¿Con qué? Él tiene un Winchester treinta treinta, vos ¿qué tenés?, una escopeta vieja que ni siquiera sabés si funciona.
Entonces el más chico de los Forester habló, y sus palabras escuchadas como no lo habían sido nunca en cerca de veinte años fueron éstas:
– Yo lo vi al hombre cuando lo mató a Mor­gan, llevaba el treinta treinta cruzado sobre el recado y empezó a tirar sin llevarse siquiera el rifle a la cara, a Morgan le atravesó la cabeza, a cada perro le pegó en la paleta y a la yegua le metió cuatro balazos casi en el mismo sitio. Todos nosotros juntos con buenas armas nunca podríamos ni siquiera empezar una pelea con él y mucho menos terminarla.
Por un instante se quedó callado, mientras pasaba la palma de sus manos por el pantalón descolorido, igual que hacía cerca de diez años en la cocina de su casa, cuando sus ojos se agrandaban de admiración ante las hazañas que el padentrano Silveyra contaba lentamente, sub­rayando la autenticidad de cada pelea con los tajos hondos de su cara vieja, impasible junto al fuego familiar, como lo estuvo los días sub­siguientes cuando ambos descalzos con cuchi­llos de madera con la punta tiznada trataban de alcanzarse en esas primeras lecciones de rudimentaria esgrima, que harían al más chico de los Forester decir diez años más tarde:
- Sólo hay una forma, desafiarlo a pelear a cuchillo.
- ¿Qué?
- Sí, a cuchillo, me fijé en sus manos, no tiene los dedos tajeados, no debe ser cuchillero - ­dijo con sencilla seguridad como lo hubiera di­cho el padentrano Silveyra.
Al fin de esa noche la decisión estaba toma­da. Forester desafiaría al “hombre del treinta treinta” como le decían al principio -y después “treinta treinta” sólo, como le dirían más tar­de- a pelear a cuchillo de manera de hacerlo separarse del winchester y una vez iniciada la pelea retrocedería hasta alguna parte, donde estarían apostados algunos de los vecinos con sus horquillas de emparvar, con palos y hasta con los perros.
Cuando amaneció, Treinta Treinta ya estaba en el jardincito de Mary, su caballo al extremo del atador se dejó acariciar nervioso y cuando él en cuclillas observaba los vasos, la mirada de Mary a través del vidrio de la ventana recorrió su nuca, su espalda y el cabo de plata que aso­maba sobre el borde de charol del tirador. Des­pués su mirada volvió a la nuca y sin darse mucha cuenta se demoró un rato en el perfil vio­lento y cuando sus ojos se encontraron ambos quedaron contentos de sí mismos.
Él volvió a su caballo, ella al interior de la casa, que había construido su padre como un límite de sus sueños y que ella había aceptado durante cerca de diecinueve años, pero que aho­ra y ahí, con el hombre cuyo caballo todavía masticaba la alfalfa de sus pollos a pocos me­tros de su desconcierto, le pareció chica, mez­quina, agresivamente propia y tal vez ajena.
Sus manos y sus antebrazos enharinados de­tuvieron su accionar unos instantes más tarde, cuando la voz de su padre invadió la cocina y desalojó sus pensamientos cuando dijo:
- ¿Te va a alcanzar la leña?
Y ella dijo -no- sin saberlo, como una pue­ril venganza a no sabía qué.
Ahora su padre estaba dentro de la cocina y de su camiseta y de sus alpargatas y de los pan­talones sostenidos por la faja negra pero fuera del desasosiego de la angustia de lo que estaba afuera y que él ahora miraba por el vidrio de la ventana mientras decía:
- Todavía está el caballo.
- ¿Y el hombre?
- No, el hombre no está.
- ¿No está?
- No.
- Estaba hasta recién.
- Ahora no está. ¿Fuiste a la reunión anoche?
- Sí.
- ¿Qué decidieron?
- Desafiarlo a pelear a cuchillo.
- ¿Qué?
- Desafiarlo a pelear a cuchillo - repitió el más chico de los Forester dos horas más tarde, mientras sus manos abiertas con las palmas ha­cia atrás colgaban sobre sus muslos y los pies un poco separados listos para aumentar la distan­cia si fuera necesario, como le había enseñado el padentrano Silveyra y tal vez como lo hubiera hecho si no hubiese muerto en esa roda­da por Río Chico para dispersarse en piches, peludos, gusanos y aguiluchos, momentáneos de­positarios de su carne y de su sangre.
“Treinta Treinta” lo miró en la mitad de la calle, no muy lejos del lugar donde había muerto Morgan, y los vecinos apostados en donde habían convenido dijeron después haber visto y oído más o menos esto:
- Como guste.
El más joven de los Forester con la mano derecha alerta, tensa, detenida a escasos centímetros del cabo de su cuchillo, mientras las manos de “Treinta Treinta” parecían ajenas a la situa­ción, también ajena para su cara, para sus bra­zos, para el winchester que colgaba indiferente a lo largo de su cuerpo.
- Con cuchillo -insistió Forester.
- Si usara el rifle a esta distancia estaría loco- fue la respuesta, y Forester ya no se sintió im­portante, sino que era nuevamente el más chico de los tres hermanos y su mano se aferró a su única fortaleza que era el cabo de ese cuchillo, hecho para cortar el pan, desvasar su caballo, carnear capones, pero que ahora, en el aire quieto de su última tarde, se tocaría con la hoja cu­yo filo, contrafilo y su punta, hechos de una forma para que su forma no tuviera casi resis­tencia al entrar en la otra forma, empujada por el brazo, veloz, implacable, experto, que había parado los dos torpes y primeros hachazos y des­viado una puñalada para entrar, esa forma en la otra forma, todavía parada con ambas manos sobre el asombro de la herida como enmarcan­do el nacimiento de la muerte, de lo oscuro, del miedo, de la sangre que empapaba el pantalón y corrían por sus piernas duras, sosteniendo el peso del hombre que ya se sabía muerto, mien­tras decía con una voz infantil, asustada, lejana en el tiempo, como surgida de su infancia.
- ¿Me voy a morir?
- Sí -dijo Treinta Treinta, no como un mandato o una decisión, sino como un acatamiento a algo más poderoso mientras bajaba la vista hacia el suelo como esperando a ese cuerpo.
Cuando cayó, todos se acercaron corriendo, sus dos hermanos, sus amigos, sus vecinos y el más chico de los Forester fue dado vuelta y abra­zado por el más chico de los Forester, pero que aún no lo sabía, y la sangre con el respaldo del corazón detenido, ya muerta ahora, quieta, sin objeto, llenando las manos impotentes del que ahora ya sabía que era el más chico de los Fo­rester, que miraba sus manos empapadas en esa sangre propia y ajena, que aceleraba la otra san­gre también propia y también ajena.
Treinta Treinta se había dado vuelta y cami­naba despacio, llevando el winchester como una muleta ociosa bajo el brazo izquierdo y cuando aquél se incorporó -dejando con suave respeto en el suelo el cadáver del que le había otorgado un nombre, una violencia imperativa justiciera y el mandato perentorio de su amor y de su odio- se detuvo sin llegar a darse vuelta, pero miró un poco sobre su hombro como esperando. Forester embistió y fue ése el momento importante en ese pueblito sin nombre en el norte del Chubut, porque la órbita y el sonido que la culata del winchester produjeran ese día, per­duró para siempre en el recuerdo de esos hom­bres, que ahora de espaldas a los hechos, se ale­jaban vencidos del segundo de los Forester, que con la mandíbula destrozada por ese cula­tazo, indiferente, desdeñoso, velocísimo, aullaba de dolor en el suelo con la cara entre las manos.
Y volvieron a sus trabajos, a sus chacras, a sus semillas, a sus arados, a sus mujeres, a sus hijos, mientras Treinta Treinta quedaba dueño de ese pueblo que parecía no interesarle en absoluto, recorriendo su única calle, viviendo y comiendo en el hotel, entrando a veces en el almacén y tomando lo que necesitaba, primero ante el estupor disimulado, llego la indigna­ción callada y por ultimo la indiferencia de sus dueños.
Porque ahora aceptaban esa dependencia co­mo habían aceptado otras, como las secas, como la erosión, como los vientos, como los precios cada año más bajos de sus cosechas, llevadas a través de la distancia larga y pisoteada por los bueyes y por las mulas.
Nunca hablaba con nadie, ni siquiera miraba a los que lo miraban, y aquella vez que pidió una piedra de afilar, nadie se extrañó cuando uno de los vecinos fue a buscarla a su casa y se la trajo, porque al adueñarse de las cosas se había adueñado de los poseedores de las cosas, porque las cosas en los desiertos como en las grandes ciudades justifican las vidas y las vidas dependían muchas veces de la posesión de las cosas.
Mary Davidson era la única persona del pue­blo que le hacía volver la cabeza cuando sen­tado en los escalones de la galería del hotel la veía pasar. Un día la chistó y ella se detuvo y cuando él le hizo señas que se acercara, Mary Davidson lo hizo.
- ¿Qué?
Él insistió en su gesto y ella se acercó más, con su dócil rebeldía distribuida entre las cejas y los ojos y algo en las palabras.
- ¿Qué quiere?
- El bayo le va a terminar el alfa.
- Y... -dijo ella.
- En el boliche tienen semilla, se podía sembrar algo detrás de la casa.
- No alcanzaría el agua.
- Es una lástima, por sus pollos digo yo.
- Y, qué se le va hacer.
Después los dos se quedaron callados un rato hasta que ella señaló con la cabeza el winches­ter y dijo:
- ¿Y eso siempre lo lleva?
- Ahá.
- El finado Don Rosas tenía uno.
Después el silencio nuevamente y ella dijo:
- Me voy.
- Hasta luego.
Cuando llegó a su casa se miró en el espejo de la cocina y el pelo fue puesto y retirado de detrás de las orejas una y otra vez, en sucesivos y rabiosos intentos de parecerse a sí misma y cuando terminó de peinarse sonrió al mirar su propia sonrisa ocultarse tras la seriedad de su cara.
Afuera la tarde desierta se arremolinaba de viento, nadie cruzaba la calle y si alguien lo hu­biera hecho sería inclinado, entrecerrando los ojos y protegiendo su cara de la tierra agresiva. Treinta Treinta desde el bar del hotel miraba hacia afuera con su cara indiferente enmarcada entre el barbijo negro de su sombrero negro, mientras su misma cara sin barbijo y sin som­brero, horizontal, sobre una mesa al principio y luego pasada de mano en mano, junto con las palabras: “BUSCADO” “$ 20.000 por su cabeza parecía también mirar indiferente las miradas nada indiferentes de los hombres.
- ¿Dónde estaba?
- Hace mucho que lo trajeron, me dijeron que lo clavara en la pared del boliche, los $ 20.000 los da el Banco de Londres de Río Gallegos. A mí la cara me pareció conocida, entonces le dije a ella, buscá entre los papeles.
- Veinte mil pesos -dijo alguien.
Y todos pensaron en los veinte mil pesos, que era casi el doble que el valor de sus chacras y de sus animales y de los arados y de sus herramien­tas y de sus carros. Y uno de los más viejos, segu­ramente Fonseca, dijo:
- Si lo matamos entre todos podríamos dividirnos la plata.
El más chico de los Forester dijo:
- No.
Nuevamente un Forester fue mirado por to­dos, porque cada uno de ellos se sintió un poco dueño de ese "no", porque Treinta Treinta ya formaba parte del pueblo y lo habían visto co­mer y bostezar y estirar la mano para tomar un vaso y afeitarse y lavarse y secarse la cara con la toalla junto a la bomba del patio del hotel. Por eso ahora, familiarizados con los movimien­tos del hombre que hasta ahora no había sido más que movimientos, la jerarquía de su terror había sido sustituida por el acatamiento a una serie de condiciones, yeso había dado a los ha­bitantes del pueblo, la seguridad que sienten los hombres libres cuando eligen el camino de la esclavitud. Y el miedo ya no lo tenían, como no tenían miedo a las secas, o al hambre, por­que sus leyes eran inexorables y no existía el elemento fundamental del terror, que es el de la posibilidad de la elección.
–...Y el que lo mate tiene derecho a los veinte mil -terminó de decir el más chico de los Forester, y el murmullo de aprobación que siguió a sus palabras se prolongó horas después en las casas respectivas, ante bocas entreabiertas de asombro ante la magnitud de la cifra y ojos abiertos ahora nuevamente de miedo ante la idea de ser ellos los autores de esa muerte, an­te la idea de afrontar nuevamente la posibilidad de la elección.
- Veinte mil. Te das cuenta, veinte mil.
- Pero ¿cómo?
- No sé cómo, pero tiene que haber alguna forma.
- Con veneno -era la tesis defendida en al­guna casa.
- A la noche, cuando esté dormido -decían en otra.
- Un tiro por la espalda desde una ventana.
Eran ideas, eran proyectos, eran sueños, eran hombres nuevamente con miedo, eran hombres nuevamente libres, eran hombres; y era Mary, y era Treinta Treinta, abrazados junto a un mo­lle en las afueras del pueblo, apretados uno contra el otro mientras sus bocas aplastaban los besos y el winchester ahora extendido en el suelo, paralelo a las sombras que la luna acos­taba sobre el polvo.
No hablaron por un rato largo, como con miedo a esa primera palabra y la cintura de ella dando forma a esas manos, que a su vez daban forma al arco de su cuerpo, tan junto al otro cuerpo que la noche parecía quedar fuera.
Hacia arriba las distancias se interrumpían una a una en cada estrella y hacia abajo la tie­rra estaba quieta como esperando.
El vestido se apelotonó junto al tirador y al cuchillo y ella sobre el poncho extendido estaba desnuda, la luz de la piel parecía iluminar la luna y las manos de él se detenían a veces en alguna parte.
Entre los muslos se notó más la suavidad y la aspereza de ambas pieles y la rodilla al flexionarse liberó la mano de su momentánea quie­tud y ésta siguió entonces su ávido recorrido por el cuerpo. Cuando las piernas fueron separadas él la poseyó, y sus figuras sobre el plano del mundo parecían una sola oscuridad, convulsio­nada, absurda y sin motivo, y la figura del mundo, desde el plano del poncho extendido, parecía para Mary y Treinta Treinta, una sola oscuridad, convulsionada, absurda y sin motivo.
Alguno de los dos dijo:
- Para siempre.
Tal vez sonreían.
Desde esa noche el pueblo se empezó a sentir dueño de Treinta Treinta, porque los hombres son los que con sus apetitos y los sueños se nu­tren de esos apetitos y los habitantes del pueblo soñaban en la forma, en el momento, en el lu­gar en que esas manos laboriosas, toscas, cobar­des, avarientas, fueran dueñas de esa muerte. Por eso lo miraban, lo observaban, trataban de acercarse, mirándose recelosos unos a otros por miedo a que alguien se adelantara, porque po­co a poco fueron sintiéndose dueños de esa vi­da que ajena a todo seguía desplazándose por la calle, dentro del hotel, en el boliche, en el almacén, actuando como si fuese el poseedor de ese pueblo, cuando en realidad ahora era el poseído.
Un lugar estratégico para disparar sobre su espalda al entrar al hotel, ubicado en una lo­mita oculta de duraznillo, fue disputado a gol­pes por dos de los vecinos. Otra vez un hombre quedó de guardia toda una noche bajo la ven­tana de Treinta Treinta, por sospechar que otro lo iba a atacar. Alguien otra vez le volcó un vaso de vino como por descuido, ante la sospe­cha de que tuviese veneno. Le cuidaban la vida, para poder tener después la exclusividad de su muerte; trataban de hacerse amigos de él y has­ta las mujeres se acercaban a Mary que ignora­ba todo, con forzada zalamería y ella con su nueva felicidad a la noche sobre el poncho ex­tendido le decía:
- Están todos mucho más buenos, me quieren más que antes, hasta a vos me parece que te quieren.
- Ahá.
- Sí, en serio, te han perdonado, ya no te odian.
- ¿Y vos?
Ella se reía, lo besaba con infantil y feme­nino sentido de propiedad, como si fuera poseída, pero también poseedora de aquel que la poseía.
- Sabés una cosa, hasta papá me pidió que entraras a casa a tomar un vaso de ñaco. ¿Te gusta el ñaco?
- Sí.
- Entonces vení mañana. Pobre, sabés, está viejo, y yo antes era mala con él. Desde que te conozco soy mucho más buena con todos.
El vino se enturbió cuando la cuchara revol­vió el ñaco del fondo de los vasos. Mary excitada de orgullo y de nervios le decía a su padre:
- Te va a gustar, vas a ver, habla poco y es distinto, pero te va a gustar.
Distribuyó los vasos sobre una carpeta, lo mi­ró y le dijo:
- Papá, tu camisa, cambiate, sé bueno ... apurate que ya va a llegar.
Cuando el padre volvió, ya Treinta Treinta había llegado. Los hombres se estrecharon la mano en el medio del cuarto y Mary los miró feliz sintiendo que todo era distinto y cuando dijo:
- Acá no necesitás esto -le sacó el winchester de las manos y su mirada se demoró encima, o tal vez debajo de la mirada de él, y cuando lle­vó el rifle al otro cuarto, no se dio cuenta que lo llevaba abrazado contra el pecho, como si esa arma fuese una parte viva del hombre que en ese momento miraba sin miedo a la escopeta de dos caños que lo apuntaba.
Cuando Mary volvió, ya su padre había opri­mido la cola del disparador y el clic que se oyó, enmudeció ese grito en su garganta que quedó ahí frustrado, como el estampido que no se pro­dujo, como los perdigones que nunca salieron del cañón viejo de la escopeta.
La mirada golpeó en la cara de Mary, y ella desesperada no podía hablar, su padre hincado en el suelo pedía por su vida, mientras el cu­chillo que pareció haber crecido en la mano de Treinta Treinta fue depositado lentamente so­bre la mesa, junto al ñaco ya apaciguado en el fondo de los vasos.
Después salió, y al cerrar la puerta dejó atrás las palabras para volver a su lenguaje de mo­vimientos, caminó unos pasos y se detuvo, quieto, con los brazos algo separados de ese cuerpo, sin gestos, sin idioma, sin armas, sin caballo, como un Cristo dejado abandonado en la mitad de la calle.
Al verlo desarmado se fueron acercando, lo rodearon temerosos y alejados al principio, formando un círculo cuyo radio se achicaba de codicia instante tras instante. Después fue la horquilla de emparvar del viejo Fonseca clavándose sobre su hombro y enseguida todos, Mayer, Santos el mayor de los Faisca, los dos Forester, los hombres, las mujeres, los chicos, los perros, todos precipitándose como hienas hambrientas sobre un león herido. Eran palos y cuchillos y puños y piedras, destrozando esa carne, derramando esa sangre que cada uno de ellos consideraba propia.
Cuando el primer disparo se oyó, el círculo se abrió de asombro como si ese cuerpo lacera­do hubiese sido el autor del balazo, oído por todos menos por el viejo Fonseca que cayó boca abajo sobre su propia herida, y cuando apare­ció Mary con el winchester en la mano dispa­rando sobre el grupo, los que no cayeron se dispersaron aterrados.
Ahora era Mary junto a Treinta Treinta, llo­rando y haciendo fuego sobre las últimas espal­das ya lejanas. Inclinada sobre el cuerpo abra­zó su cabeza y después de un rato dijo seria­mente:
- No sé si estás muerto o si estás vivo, pero sé que en algún lado tenés que estar, porque los hombres como vos no desaparecen. Sé que me estás escuchando, sé que sabés ahora que yo no sabía nada cuando te saqué tu winchester.
Entre la sangre de la cara, los ojos de Trein­ta Treinta estaban cerrados, el pelo empapado sobre la frente parecía una pincelada más intensa. Ella prosiguió:
- Si estás vivo voy a curarte y vas a ser mío para siempre y si estás muerto voy a enterrarte y vas a ser mío para siempre.
Levantó la cabeza y a través de sus lágrimas miró el desierto que aparecía entre las últimas casas ahí donde el pueblo ya se acababa, miró hacia atrás, y la cara de su padre la miraba a través del vidrio de la ventana, miró hacia el costado y en la calle vacía flotaba casi inmóvil el humo de sus propios disparos, miró hacia arriba y en el cielo sin nubes no había nada. Después inclinó su cabeza y le dijo:
- Treinta Treinta.
Como los párpados estaban abiertos, ella alcanzó a ver el cielo reflejado en las pupilas. No dijo: “Dios mío”, pero volvió a repetir:
- Treinta Treinta.

jueves, 20 de noviembre de 2008

"Heróstratos, incendiario" (Marcel Schwob)

La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía en la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panorme, desde donde se veía, sobre el mar de abundantes colores, la línea brumosa de Samos. Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y rosas, desde que los magnesios, sus perros de guerra y sus esclavos que lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del Meandro, desde que la magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino hilado al torno de colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color amarillo manzana y blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los fulgores del fuego y los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de tejido apretado, ligero, todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos de oro en forma de copelas.

Entre la montaña de Prión y un alto y escarpado acantilado se divisaba, a orillas del Caistro, el gran templo de Ártemis. Se habían precisado ciento veinte años para construirlo. Envaradas pinturas ornaban sus salas interiores, cuyo techo era de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían fueron embadurnadas de minio. Pequeña y oval era la sala de la diosa, en cuyo centro se alzaba una prodigiosa piedra negra, cónica y reluciente, marcada por doraduras lunares, que no era otra que Ártemis. El altar triangular también estaba tallado en piedra negra. En otras mesas, hechas de losas negras, se habían perforado agujeros regulares para que por ellos fluyera la sangre de las víctimas. De las paredes colgaban anchas hojas de acero, con mangos de oro, que servían para abrir las gargantas, y el suelo pulido estaba tapizado de cintas ensangrentadas. La gran piedra oscura tenía dos tetas enérgicas y picudas. Así era la Ártemis de Éfeso. Su divinidad se perdía en la noche de las tumbas egipcias, y había que adorarla según los ritos persas. Poseía un tesoro encerrado en una especie de colmena pintada de verde, cuya puerta piramidal se hallaba erizada de clavos de bronce. Allí, entre anillos, grandes monedas y rubíes yacía el manuscrito de Heráclito, quien había proclamado el reinado del fuego. El propio filósofo lo había depositado allí, en la base de la pirámide, cuando la construían.

La madre de Heróstratos era violenta y orgullosa. No se supo quién era su padre. Más tarde Heróstratos declaró que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba marcado, bajo la tetilla izquierda, con una media luna que pareció encenderse cuando lo torturaron. Las que asistieron su nacimiento predijeron que estaba sometido a Ártemis. Fue colérico y permaneció virgen. Corroían su rostro unas líneas oscuras y el tinte de su piel era negruzco. Desde su infancia le gustó quedarse bajo el alto acantilado, cerca del Artemision. Miraba pasar las procesiones de ofrendas. Por el desconocimiento en que estaban de su estirpe, no pudo ser sacerdote de la diosa a la que se creía consagrado. El colegio sacerdotal hubo de prohibirle varias veces la entrada a la naos, donde esperaba apartar el precioso y pesado tejido que ocultaba a Ártemis. Por eso concibió odio y juró violar el secreto.

El nombre de Heróstratos no le parecía comparable a ningún otro, lo mismo que su propia persona le parecía superior a toda la humanidad. Deseaba la gloria. Primero se unió a los filósofos que enseñaban la doctrina de Heráclito; pero desconocían su parte secreta, por hallarse encerrada en la celdilla piramidal del tesoro de Ártemis. Heróstrato sólo pudo conjeturar la opinión del maestro. Se endureció despreciando las riquezas que le rodeaban. Su asco hacia el amor de las cortesanas era extremo. Creyeron que reservaba su virginidad para la diosa. Pero Ártemis no tuvo piedad de él. Pareció peligroso al colegio de la Gerusia, que vigilaba el templo. El sátrapa permitió que lo desterraran a los suburbios. Vivió en la ladera del Koressos, en una gruta excavada por los antiguos. Desde allí acechaba de noche las lámparas sagradas del Artemision. Algunos suponen que persas iniciados acudieron a conversar allí con él. Pero es más probable que su destino le fuera revelado de golpe.

En efecto, en medio de la tortura confesó que había comprendido de repente el sentido de la frase de Heráclito -el camino de lo alto-, porque el filósofo había enseñado que la mejor alma es la más seca y la más enardecida. Atestiguó que, en este sentido, su alma era la más perfecta, y que había querido proclamarlo. No alegó más causa a su acción que la pasión por la gloria y la alegría de oír proferir su nombre. Dijo que sólo su reino habría sido absoluto, puesto que no se le conocía padre y que Heróstratos habría sido coronado por Heróstratos, que era hijo de sus obras, y que su obra era la esencia del mundo; que así habría sido juntamente rey, filósofo y dios, único entre los hombres.

El año 365, en la noche del 21 de julio, cuando no subió al cielo la luna y el deseo de Heróstratos adquirió una fuerza inusitada, decidió violar la cámara secreta de Ártemis. Se deslizó pues por el zigzag de la montaña hasta la ribera del Caistro y subió las gradas del templo. Los guardas de los sacerdotes dormían junto a las lámparas sagradas. Heróstratos cogió una y penetró en la naos.
Un fuerte olor a aceite de nardo la invadía. Las negras aristas del techo de ébano estaban resplandecientes. El óvalo de la cámara se hallaba dividido por la cortina tejida de hilo de oro y púrpura que ocultaba a la diosa. Su lámpara iluminó el terrible cono de tetas erectas. Heróstratos las agarró con ambas manos y besó con avidez la piedra divina. Luego dio una vuelta alrededor, y vio de pronto la pirámide verde donde estaba el tesoro. Agarró los clavos de bronce de la puertecilla, y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vírgenes. Pero sólo se apoderó del rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. A la luz de la lámpara sagrada los leyó, y conoció todo.

Al punto exclamó: “¡Fuego, fuego!”

Tiró de la cortina de Ártemis y acercó la mecha encendida al paño inferior. La tela ardió al principio despacio; luego, por los vapores de aceite perfumado que la impregnaban, la llama subió, azulada, hacia los artesonados de ébano. El terrible cono reflejó el incendio.

El fuego se enroscó en los capiteles de las columnas, reptó a lo largo de las bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a la poderosa Ártemis cayeron desde las suspensiones a las losas con un estruendo de metal. Luego el haz fulgurante estalló en el techo e iluminó el acantilado. Las tejas de bronce se desplomaron. Heróstratos se erguía en medio del resplandor, clamando su nombre en la oscuridad.

Todo el Artemision fue un montón rojo en el corazón de las tinieblas. Los guardias cogieron al criminal. Lo amordazaron para que dejara de gritar su propio nombre. Fue arrojado en los sótanos, atado, durante el incendio.

Artajerjes envió inmediatamente la orden de torturarlo. No quiso confesar otra cosa que lo que se ha dicho. Las doce ciudades de Jonia prohibieron, bajo pena de muerte, entregar el nombre de Heróstratos a las edades futuras. La noche en que Heróstratos incendió el templo de Éfeso vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Poemas (Juan Ramón Jiménez)

LA ROSA AZUL

¡Que goce triste este de hacer todas las cosas como ella las hacía!
Se me torna celeste la mano, me contagio de otra poesía
Y las rosas de olor, que pongo como ella las ponía, exaltan su color;
y los bellos cojínes, que pongo como ella los ponía, florecen sus jardines;
Y si pongo mi mano -como ella la ponía- en el negro piano,
surge como en un piano muy lejano, mas honda la diaria melodía.

¡Que goce triste este de hacer todas las cosas como ella las hacía!
me inclino a los cristales del balcón, con un gesto de ella
y parece que el pobre corazón no está solo.
Miro al jardín de la tarde, como ella,
y el suspiro y la estrella se funden en romántica armonía.

¡Que goce triste este de hacer todas las cosas como ella las hacía!
Dolorido y con flores, voy, como un héroe de poesía mía.
Por los desiertos corredores que despertaba ella con su blanco paso,
y mis pies son de raso -¡oh! Ausencia hueca y fría!-
y mis pisadas dejan resplandores.



IBA TOCANDO MI FLAUTA

Iba tocando mi flauta
a lo largo de la orilla;
y la orilla era un reguero
de amarillas margaritas.

El campo cristaleaba
tras el temblor de la brisa;
para escucharme mejor
el agua se detenía.

Notas van y notas vienen,
la tarde fragante y lírica
iba, a compás de mi música,
dorando sus fantasías,

y a mi alrededor volaba,
en el agua y en la brisa,
un enjambre doble de
mariposas amarillas.

La ladera era de miel,
de oro encendido la viña,
de oro vago el raso leve
del jaral de flores níveas;

allá donde el claro arroyo
da en el río, se entreabría
un ocaso de esplendores
sobre el agua vespertina...

Mi flauta con sol lloraba
a lo largo de la orilla;
atrás quedaba un reguero
de amarillas margaritas...



¡QUÉ TRISTEZA DE OLOR A JAZMÍN!

¡Qué tristeza de olor de jazmín! El verano
torna a encender las calles y a oscurecer las casas,
y, en las noches, regueros descendidos de estrellas
pesan sobre los ojos cargados de nostalgia.

En los balcones, a las altas horas, siguen
blancas mujeres mudas, que parecen fantasmas;
el río manda, a veces, una cansada brisa,
el ocaso, una música imposible y romántica.

La penumbra reluce de suspiros; el mundo
se viene, en un olvido mágico, a flor de alma;
y se cogen libélulas con las manos caídas,
y, entre constelaciones, la alta luna se estanca.

¡Qué tristeza de olor de jazmín! Los pianos
están abiertos; hay en todas partes miradas
calientes... Por el fondo de cada sombra azul,
se esfuma una visión apasionada y lánguida.



NOSTALGIA

Al fin nos hallaremos. Las temblorosas manos
apretarán, suaves, la dicha conseguida,
por un sendero solo, muy lejos de los vanos
cuidados que ahora inquietan la fe de nuestra vida.

Las ramas de los sauces mojados y amarillos
nos rozarán las frentes. En la arena perlada,
verbenas llenas de agua, de cálices sencillos,
ornarán la indolente paz de nuestra pisada.

Mi brazo rodeará tu mimosa cintura,
tú dejarás caer en mi hombro tu cabeza,
¡y el ideal vendrá entre la tarde pura,
a envolver nuestro amor en su eterna belleza!

miércoles, 5 de noviembre de 2008

"Geneviève" (Osvaldo Soriano)

En medio de la clase de física, cuando llegaba la primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes, el Flaco Martínez, que era el profesor más querido del colegio, tiraba la tiza sobre el escritorio descalabrado y decía: "Y ahora, a visitar la materia". Los alumnos sabíamos lo que quería decir. Los primeros aplausos y vivas venían de los bancos de atrás, de los mayores que repetían por tercera vez el año y estaban en edad de conscripción.

Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba las manos pidiendo silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El director era un tipo bien trajeado que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto, pero toleraba las escapadas porque temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la gran final intercolegial de noviembre.

Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a favor de "sus muchachos". Con la llegada de la primavera florecía también su carácter jovial, tolerante, y la disciplina se relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos que nos sabíamos ya integrantes del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las matemáticas y la química para entrenar en la cancha vecina. Entonces salíamos caminando despacio, casi arrastrando los pies para no darles envidia a los pibes de primer año que tenían matemáticas en el aula del zaguán, la puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste y el silencio calmaba los nervios como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no estaban pavimentadas y un viejo camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el polvo. Cuando el viento callaba, como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse de ruidos que no conocíamos. El Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios, su pálida cara de tuberculoso afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como nosotros: llevaba siempre el mismo traje azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de la pensión y se ponía cualquier corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía que era timbero y mujeriego y que por eso lo habían transferido de un respetable colegio de Bahía Blanca a nuestro remoto establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por castigo o por aventura.

Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca pasaba de doce o catorce; los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los que teníamos el boletín lleno de amonestaciones, pero jugábamos bien al fútbol.

No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas largas como mástiles. Subía la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a los malos de los buenos ciudadanos del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio pasado de moda se ponía rojo y todos nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la tiza acompañándola de un "señor" que jamás sonó socarrón.

Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada grano de arena que respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había resignado a ella como los hombres solos se resignan a las noches interminables.

Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían esparcidas las primeras casas cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl Asir. A esa hora, las calles del barrio estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas pasaban dejando una polvareda que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba del camino y el sol volvía a cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco Martínez se tomaba una sola ginebra y nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores tenía apenas lo justo para pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba entre las bardas, a cuarenta kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río en colectivo, o en bicicleta, o colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían quedado pescando cerca del puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y tirarse a nadar. Juntábamos el primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en trabajos de ocasión. El Flaco Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba lo suyo, que no era mucho, y se iba a parlamentar con la Gorda Zulema que era nuestra virgen protectora. La Zulema era dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión como jamás he visto que otra mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas miserias que otros toman por virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de ese costado maldecido de la ribera, que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde Buenos Aires. No es que alardeara de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a abrirla sin su presencia y consentimiento.

Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en que llovería, la abrió delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de refresco y una pechuga de pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un paquete de cartas envueltas en una cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema quería que se conservaran frescos e intactos como un postre de chocolate.

Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e impotente, y ella me pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no me dijo las estúpidas palabras que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo sentar al borde de la cama, que era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra mi espalda para que no nos viéramos las caras y me contó alguna cosa de su vida que nos hizo llorar a los dos mientras los otros clientes esperaban en el vestíbulo. Supe esa noche que se llamaba Geneviéve, que era francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre para darse corte. Buscó las cartas en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta estaban escritos con una caligrafía varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un reproche velado: no conforme con escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente Patagonie, Amérique du Sud. El sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin del mundo.

Geneviéve se había ocultado detrás de Zulema en Buenos Aires, donde había pasado algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su contribución al esfuerzo de guerra de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la liberación de París ningún hombre de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas.

La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y secretamente sabía que su tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los sobres como si fuera a repartir las cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella —que soñaba en vano con volver a ver el Mediterráneo— y el mío, que alguna vez me llevaría a su Francia natal.

No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella: cuando la correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo guardó en la heladera, como otras mujeres lo conservan en el rictus amargo de los labios. Pero aquella tarde de primavera en que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos mirado la heladera por dentro ni habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y Federico Fellini hubiera gustado de ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba abandonada junto a un camión cisterna. Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al otro lado de la calle nosotros esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar un penal. Un movimiento de cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos a saltar como si el Flaco hubiera hecho el gol.

Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a la vez y el sistema era complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba prioridad por su dinero, el Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué materia y el egoísta se calmaba. Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la emoción, íbamos a jugar al billar a lo del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un sandwich.

Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes del Flaco Martínez y de la Gorda Zulema imagino que el corresponsal de Marsella escribiría sus cartas temiendo que el corazón de su Geneviéve sé endureciera en aquel desierto hostil. Pues no. Es hora de que ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la pena esperarla. Aun esperarla en vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es decir, inocentes), todo era irrealidad: no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro de Perón llegó nunca. Las manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los relojes baratos que llevábamos en la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre la arenisca que volaba desde el desierto.

Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de entonces me habían enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en un accidente de tránsito. Fue curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de ultratumba. Por fin, cuando hicimos el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de sueños realizados y matrimonios hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El Flaco también se murió —dijo alguien—; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la pulmonía, pobre Flaco."

La Zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja. Muchos se habían construido un edificio personal que los abrigaba de un pasado de pobreza y la Gorda Zulema estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía tener entonces aquel primer viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de rechinar los dientes?