domingo, 22 de noviembre de 2009

"La máscara de la muerte roja" (Edgar Allan Poe)

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

viernes, 16 de octubre de 2009

Poemas de amor (Idea Vilariño)

Amor

Amor desde la sombra
desde el dolor
amor
te estoy llamando
desde el pozo asfixiante del recuerdo
sin nada que me sirva ni te espere.
Te estoy llamando
amor
como al destino
como al sueño
a la paz
te estoy llamando
con la voz
con el cuerpo
con la vida
con todo lo que tengo
y que no tengo
con desesperación
con sed
con llanto
como si fueras aire y yo me ahogara
como si fueras luz y me muriera.
Desde una noche ciega
desde olvido
desde horas cerradas
en lo solo
sin lágrimas ni amor
te estoy llamando
como a la muerte amor
como a la muerte.

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Cuándo ya noches mías...

Cuándo ya noches mías
ignoradas e intactas,
sin roces.

Cuándo aromas sin mezclas
inviolados.

Cuándo yo estrella fría
y no flor en un ramo de colores.

Y cuando ya mi vida,
mi ardua vida,
en soledad
como una lenta gota
queriendo caer siempre
y siempre sostenida
cargándose, llenándose
de sí misma, temblando,
apurando su brillo
y su retorno al río.

Ya sin temblor ni luz
cayendo oscuramente.


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Después

Es otra
acaso es otra
la que va recobrando
su pelo su vestido su manera
la que ahora retoma su vertical
su peso
y después de sesiones lujuriosas y tiernas
se sale por la puerta entera y pura
y no busca saber
no necesita
y no quiere saber
nada de nadie.


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El amor

Un pájaro me canta
y yo le canto
me gorgojea al oído
y le gorgojeo
me hiere y yo le sangro
me destroza
lo quiebro
me deshace
lo rompo
me ayuda lo
levanto
lleno todo de paz
todo de guerra
todo de odio de amor
y desatado
gime su voz y gimo
ríe y río
y me mira y lo miro
me dice y yo le digo
y me ama y lo amo- no se trata de amor
damos la vida-
y me pide y le pido
y me vence y lo venzo
y me acaba y lo acabo.


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El fuego

Sin él
aquí
sin él.
Su fuego susurrando.


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Escribo, pienso, leo...

Escribo
pienso
leo
traduzco veinte páginas
oigo el informativo
escribo
escribo
leo.
Dónde estás
dónde estás.


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Carta II

Estás lejos y al sur
allí no son las cuatro.

Recostado en tu silla
apoyado en la mesa del café
de tu cuarto
tirado en una cama
la tuya o la de alguien
que quisiera borrar
-estoy pensando en ti no en quienes buscan
a tu lado lo mismo que yo quiero-.
Estoy pensando en ti ya hace una hora
tal vez media
no sé.

Cuando la luz se acabe
sabré que son las nueve
estiraré la colcha
me pondré el traje negro
y me pasaré el peine.

Iré a cenar
es claro.

Pero en algún momento
me volveré a este cuarto
me tiraré en la cama
y entonces tu recuerdo
qué digo
mi deseo de verte
que me mires
tu presencia de hombre que me falta en la vida
se pondrán
como ahora te pones en la tarde
que ya es la noche
a ser
la sola única cosa
que me importa en el mundo.


---

Ya no será...

Ya no será,
ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa, no te tendré de noche
no te besaré al irme, nunca sabrás quien fui
por qué me amaron otros.

No llegaré a saber por qué ni cómo, nunca
ni si era de verdad lo que dijiste que era,
ni quién fuiste, ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido vivir juntos,
querernos, esperarnos, estar.

Ya no soy más que yo para siempre y tú
Ya no serás para mí más que tú. Ya no estás en un día futuro
no sabré dónde vives, con quién
ni si te acuerdas.

No me abrazarás nunca como esa noche, nunca.
No volveré a tocarte. No te veré morir.

domingo, 2 de agosto de 2009

"La ventana abierta" (Saki)

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.

Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.

-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.

Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.

-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.

-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.

Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.

-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.

-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.

-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.

-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.

-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.

-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?

-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.

A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.

-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...

La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.

-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.

-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.

-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?

Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.

-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.

-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.

-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?

Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.

En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"

Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.

-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?

-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.

-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.

La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

domingo, 26 de julio de 2009

"¿Y si?" (Dino Buzzati)

Él era el Dictador. Pocos minutos antes había finalizado, en la Sala del Supremo Konzern, el informe del Congreso Universal de las Hermandades, al término del cual la moción de sus adversarios fue desestimada por aplastante mayoría. Por lo cual, Él era el Personaje más Poderoso del País Y Todo Aquello Que Se Refería A Él En Adelante Se Escribiría O Diría Con Mayúsculas, Por El Tributo De Honor.

Había llegado, pues, a la meta final de la vida y no podía ya desear nada más. ¡A los cuarenta y cinco años, el Dominio de la Tierra! ¡Y no lo había conseguido con la violencia, según es uso y costumbre, sino con el trabajo, la fidelidad, la austeridad, el sacrificio de los esparcimientos, de las carcajadas, de los goces físicos y de las sirenas mundanas. Estaba pálido y llevaba gafas; sin embargo, nadie estaba por encima de él. Asimismo, se sentía un poco cansado. Pero feliz.

Una salvaje felicidad, tan intensa que casi resultaba dolorosa, lo invadía hasta lo más profundo del alma, mientras recorría a pie, democráticamente, las calles de la ciudad, meditando sobre su propio éxito.

Él era el Gran Músico que poco antes había oído en el Teatro Imperial de la Ópera las notas de su obra maestra levitar y expandirse en el corazón del público anhelante, conquistando el triunfo; y en los oídos le resonaban todavía las grandes cataratas de los aplausos puntuadas de alaridos delirantes, como jamás los había oído, ni para los demás ni para sí; en esos aplausos había éxtasis, llanto, entrega.

Él era el Gran Cirujano que, una hora antes, ante un cuerpo humano ya absorbido por las tinieblas, en medio del espanto de los ayudantes que lo tomaron por loco, se había atrevido a aquello que nadie había podido nunca ni siquiera imaginar, haciendo surgir con sus mágicas manos la lucecita superviviente de las profundidades incognoscibles del cerebro, allá donde la última partícula de vida había anidado como el gozque moribundo que se arrastra a la soledad del bosque para que nadie asista a su deshonrosa humillación final. Y él había liberado aquella microscópica llamita de la pesadilla, casi recreándola, hasta el punto de que el difunto había vuelto a abrir los ojos, y sonreído.

Él era el Gran Banquero recién salido de una catastrófica tenaza de maniobras que debían triturarlo y, en cambio, su golpe de genio las había revuelto súbitamente contra los enemigos, derribándolos. Por lo que, en el frenético crescendo de los teléfonos enloquecidos, de las calculadoras y de los teletipos electrónicos, su masa crediticia se había agigantado de una capital a la otra como un nubarrón de oro; sobre el cual, ahora, se alzaba victorioso.

Él era el Gran Científico que, en un impulso de inspiración divina, en la mísera estrechez de su estudio, había intuido poco antes la sublime potencia de la fórmula definitiva; razón por la cual los gigantescos esfuerzos mentales de centenares de sabios colegas esparcidos por el mundo se tornaban de golpe, comparativamente, en ridículos e insensatos balbuceos; y, por lo tanto, él saboreaba la beatitud espiritual de tener en su mano la última Verdad, como a una dulce e irresistible criatura que le pertenecía.

Él era el Generalísimo que, rodeado de ejércitos superiores, había transformado, con astucia y mando, su menoscabado y tambaleante ejército en una horda de titanes desencadenados; y el cerco de hierro y de fuego que lo sofocaba se había resquebrajado en pocas horas, y las formaciones enemigas se habían deshecho en aterrorizados jirones.

Él era el Gran Industrial, el Gran Explorador, el Gran Poeta, el hombre que ha vencido definitivamente, tras larguísimos años de trabajo, de oscuridad, de economías, de interminables fatigas, y cuyas huellas, ay de mí, están impresas indeleblemente en el cansado rostro, por lo demás exultante y luminoso.

Era una estupenda mañana de sol, era un crepúsculo tempestuoso, era una tibia noche de luna, era una gélida tarde de tormenta, era un alba purísima de cristal, era sólo la hora extraña y maravillosa de la victoria que pocos hombres conocen. Y él caminaba extraviado en aquella indecible exaltación, mientras los palacios se extendían en torno con formas apropiadas, con la evidente intención de honrarle. Si no se doblaban en ademán de reverencia, era sólo porque estaban hechos de piedras, hierro, cemento y ladrillos; de allí su rigidez. Y también las nubes del cielo, beatos fantasmas, se disponían en círculo, en fajas superpuestas, formando una especie de corona.

Pero entonces -él estaba atravesando los jardines del Almirantazgo-, sus ojos, por casualidad, de soslayo, se posaron sobre una joven mujer.

En aquel punto, lateralmente, se extendía, realzada, una especie de terraza, circundada por una balaustrada de hierro forjado. La muchacha estaba acodada en la balaustrada y miraba distraídamente hacia abajo.

Tendría unos veinte años, era pálida, y entreabría perezosamente los labios en expresión de rendida y muelle apatía. Su negrísimo pelo, peinado hacia arriba formando un ancho moño -ala de cuervo jovencito- sombreaba la frente. También ella aparecía como difusa por causa de una nube. Era bellísima.

Llevaba un sencillo suéter de color gris y una falda negra muy ceñida en el talle. Apoyado el peso del cuerpo en la balaustrada, las caderas desbordaban libremente al sesgo, en actitud felina. Podía ser una estudiante de la bohemia de vanguardia, uno de esos tipos que logran hacer una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la impertinencia. Llevaba grandes gafas azules. En la palidez del rostro, le impresionó el rojo crudo de los labios, suavemente relajados.

De abajo arriba -pero fue una fracción infinitesimal de segundo-, vislumbró, a través de la reja de la balaustrada, aquellas piernas femeninas, no demasiado, porque los pies estaban tapados por los bordes de la terraza y la falda era más bien larga. Sin embargo, sus ojos percibieron la silueta proterva de las pantorrillas que, desde los finos tobillos, se ensanchaban en esa progresión carnal que todos conocemos, oculta en seguida por el borde de la falda. A pleno sol, el pelo rojizo llameó. Podía ser una buena hija de familia, podía ser una mujer de teatro, podía ser una pobre tunanta. ¿O acaso una chica perdida?

Cuando pasó frente a ella, la distancia sería de dos metros y medio a tres. Fue sólo un instante, pero pudo verla muy bien.

No por interés, sino sin duda más bien por indiferencia suprema -por no cuidar ella, entregada al aburrimiento, de controlar siquiera las miradas-, la chica lo miró.

Tras haberla atisbado fugazmente, él desvió los ojos al frente, por decoro, tanto más cuanto que el secretario y otros dos acólitos lo seguían.

Pero no supo resistirse y, con la mayor rapidez posible, volvió de nuevo la cabeza para verla.
La chica lo miró de nuevo. A él incluso le pareció -pero debía tratarse de una sugestión- que los exangües y voluptuosos labios se estremecían, como quien se dispone a hablar.

Basta. Por pura decencia, no podía arriesgarse más. Ya no volvería a verla. Bajo la lluvia torrencial, cuidó de no meter los pies en los charcos del suelo. Le pareció percibir un vago calor en la nuca, como si un hálito lo rozase. Quizás, quizás, ella lo seguía mirando.

Apresuró el paso.

Pero en aquel preciso instante se percató de que algo le faltaba. Una cosa esencial, importantísima. Jadeó. Se dio cuenta con espanto de que la felicidad de antes, aquella sensación de saciedad y de victoria, había cesado de existir. Su cuerpo era un triste peso, y numerosas molestias lo aguardaban.

-¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Acaso no era el Dominador, el Gran Artista, el Genio? ¿Por qué ya no lograba ser feliz?

Caminaba. Ahora, el jardín del Almirantazgo se encontraba a sus espaldas. Quién sabe dónde estaría la chica a estas horas.

¡Qué absurdo, qué estupidez! Por haber visto a una mujer.

¿Enamorado? ¿Así, de golpe? No, ésas no eran cosas para él. Una chica desconocida, quizás incluso de poca calidad. Y, sin embargo... Y, sin embargo, allí donde pocos instantes antes vibraba un contento desenfrenado, ahora se extendía un árido desierto.

Ya no volvería a verla. Nunca sabría quién era. No hablaría jamás con ella. Ni con ella ni con las semejantes a ella. Envejecería sin siquiera dirigirles la palabra. Envejecido en medio de la gloria, sí, pero sin aquella boca, sin aquellos ojos de lacerante apatía, sin aquel cuerpo misterioso.

¿Y si él, sin saberlo, lo hubiese hecho todo por ella? ¿Por ella y las mujeres como ella, las desconocidas, las peligrosas criaturas que jamás había tocado? ¿Y si los años eternos de clausura, de fatigas, de rigor, de pobreza, de disciplina, de renuncias, hubiesen tenido sólo aquel objeto; si en lo profundo de sus desnudas maceraciones hubiese estado al acecho aquel tremendo deseo? ¿Si detrás del afán de celebridad y de poder, bajo estas miserables apariencias, lo hubiese impelido tan sólo el amor?

Pero él nunca había comprendido algo como esto, ni lo había sospechado, ni siquiera en broma. Sólo pensarlo le habría parecido una escandalosa locura.

Por ello, los años habían pasado inútilmente. Y hoy, ya era demasiado tarde.

sábado, 27 de junio de 2009

"Cuarenta y cuatro cuarenta" (Dalmiro Sáenz)

La pata del caballo se apoyó una cuarta más adelante del lugar donde había pisado la mano, y las huellas de las dos herraduras junto con las otras huellas que el animal iba dejando a su paso, se mantuvieron apenas unos instantes so­bre ese desierto que el viento arremolinaba des­ordenando esas huellas que ya no eran huellas sino arena dispersa sobre las matas de coirón, sobre el pasto seco, y sobre sí misma.

Era un animal de buena alzada, cebruno, bas­tante mestizo, que escarceaba como molesto por el tintineo que él mismo producía en el freno de plata, sujeto a esas riendas que se extendían junto con el cabresto hasta la mano que las jun­taba, para luego caer hacia un costado chico­te ando un poco el estribo grande de madera.

El hombre se había tapado la cara con el pa­ñuelo para protegerse del viento, de manera que bajo el ala del sombrero sobre los ojos entrecerrados, la tierra se amontonaba sobre las cejas tal vez grises, y sobre la mano, no sólo la que sostenía tan altas las riendas y el cabresto, sino también la otra, la que descansaba sobre el muslo muy cerca de la culata del winchester cuarenta y cuatro, que asomaba tras el borde de la carona y más cerca todavía de la culata de un revólver, seguramente un Smith o tal vez un Colt de cachas de madera muy gastadas.

No llevaba pilchero ni tropilla, por lo tanto no iba lejos, pero también iba sin perros segu­ramente por no ser hombre de trabajo. La man­ta castilla la llevaba por delante desde hacía más de dos horas, porque el sol ya estaba alto y no hacía frío, a pesar de que esa madrugada había tenido que calentar con el agua del mate el freno de plata para no lastimar la boca del cebruno, que ahora al filo ya del mediodía, se había detenido en los primeros repechos de las sierras del Deseado, mientras el hombre desmon­taba y se sacaba el sombrero que sacudió contra sus piernas y luego abolló su copa para volcar en ella un poco del agua de su cantimplora, que acercó con suavidad a la boca del caballo.

Cuando volvió a ponerse el sombrero, la fren­te quedó nuevamente protegida de ese sol tan alejado de esa frente, que la piel parecía algo impúdico, delicado, ausente de esa vida que había oscurecido, curtido y cincelado el resto de la cara y también las manos.

Después volvió a montar, y tres horas más tarde los dos hombres que él desde hacía rato veía junto al fuego, y que ellos a su vez también lo veían desde hacía rato, con las manos sobre los ojos al principio, y luego ya juntos, con alguna de las manos sobre el pescuezo del caballo y otra estrechando la de él, que ya había desmontado, o sobre el pegual que uno de ellos siguió aflojando a pesar de haber oído la frase que am­bos hombres calculaban que el otro hombre re­cién diría mucho más tarde, y no ahí, en ese momento, con el cebruno sudado que se alejaba ya desensillado y ellos desnudos e impotentes an­te las palabras.

-Fui al doctor.

-¿Y que dijo?

-Que me muero ya no más.

Entonces los dos hombres -con los movimien­tos abandonados sobre los objetos que las manos todavía sostenían sin objeto, y con las miradas sobre algo que no miraban, mientras eran mirados por el hombre que la policía de todo el territorio buscaba desde Río Gallegos hasta Garayalde se quedaron quietos y silenciosos, en la gran extensión también quieta y silenciosa, porque el viento se había aplastado contra el suelo como esperando el retorno del polvo des­alojado.

El hombre se llamaba Demetrio Morel y los otros dos eran sus hijos. Todos los juzgados de la Patagonia habían pedido su captura, y casi todas las armas que la ley había alzado contra él, habían vuelto burladas o vencidas o que­dado en el suelo junto a sus dueños o perdido su rastro en el desierto.

Ahora ese hombre, vencedor sobre la violen­cia, sobre las normas, sobre el acero de las hojas desenvainadas o sobre el plomo y el níquel de las balas, sobre la sangre, sobre la muerte, lleva­ba la muerte en su propia sangre como la inercia de un movimiento ya detenido.

Habló, pero recién a la noche, cuando las cabezas sobre los recados miraban hacia arriba ha­cia la distancia, ellos tres que pronto serían dis­tancia, ahora acostados en ese suelo mientras el hombre con uno de sus hijos a la derecha y el otro a la izquierda decía “Ustedes son...” Se interrumpió, porque iba a decir “lo único que tengo”, y sacó los brazos de debajo de las man­tas dejándolos extendidos hacia ellos, los que es­cuchaban con las cabezas tristes bajo las estrellas, y miró primero a uno y después al otro como dudando y prosiguió:

-No quiero esperar, mañana quiero estar muerto. Tengo en el tirador toda la plata de los últimos asaltos, es para vos -dijo mirando al me­nor de sus hijos, al que al día siguiente vería por última vez, después de ese abrazo silencioso en la niebla de la mañana, alejándose al tranco de su bayo encerado, e internándose en ese mun­do que se abriría al paso de su winchester trein­ta-treinta, durante meses y años hasta el día aquel, en que el azar de una venganza lo lleva­ría a un pueblito sin nombre en el norte del Chubut, donde se detendría.

Ahora solos el padre y el mayor de los hijos los dos a caballo en un cruce de caminos miran­do a lo lejos y las palabras:

-Ahí es Leona Muerta. Ése es el pueblo que te dejo de herencia y acá tenés mi winchester.

* * *

El comisario de Leona Muerta había sido nombrado por una comisión de vecinos nada más de cuatro años, y esa misma comisión, por lo menos algunos de sus miembros, oyeron el disparo que atravesó el pecho del hombre en cuya velocidad de brazo y en cuya destreza ha­bían confiado, sin saber que esa velocidad y esa destreza acababan de detenerse en la mitad de un trayecto, cuya mano nunca más recorrería, a pesar que el reflejo de su instinto todavía alo­jado en ese cuerpo, junto con la bala entre sus costillas, lo hizo girar sobre sí mismo para tratar de eludir el segundo balazo, como si aun esas dos cualidades: la velocidad y la destreza, depen­dientes una de la otra e inútiles una sin la otra, estuviesen todavía en vigencia delante de aquel hombre dueño de las palabras recién pronuncia­das -Soy Demetrio Morel- y dueño de la velo­cidad y destreza suficientes como para alejarse ahora lentamente del cuerpo quieto del comi­sario muerto.
La noticia corrió por la calle principal, des­bordó la plaza, y siguió delante del hombre que avanzaba, y cuando éste se detuvo muy cerca de la puerta del bar del Hotel, los hombres que formaban la clase alta de ese pueblo en la Ar­gentina y cuyos nietos, algunos de ellos tal vez, sean ahora la clase alta de este pueblo argentino, lo miraron a través del vidrio mientras abría la puerta del bar, y después sin el vidrio que los separaba, lo vieron avanzar hasta el mostrador en donde apoyó un codo de manera que su mano -la veloz experta y condenada mano- colgara muy cerca del revólver todavía tibio por la muer­te que su propia muerte había reclamado.

En el silencio del cuarto, el silencio de los hombres agrupaba a los hombres dueños de esas normas cuya violación provocaba ese silencio, mientras el silencio de Demetrio Morel, se man­tuvo insolente sobre el otro silencio como ensor­deciendo las palabras calladas y los movimientos detenidos sobre las armas quietas y enfundadas.

Entonces fue el sonido, y también el movi­miento, pues el dueño de los pasos que se oye­ron sobre las maderas del piso, avanzando como en un lento y premeditado desafío, que recién se concretó cuando el hombre -joven descono­cido forastero, que recién había llegado al pueblo hacía algunas horas y se había anotado en el registro del hotel como comprador de hacien­da- se detuvo con el winchester cuarenta y cua­tro que asomaba entre sus brazos cruzados sobre el pecho y la mirada firme hacia adelante como esperando.

Cuando las armas se acallaron, el hombre jo­ven estaba extendido en el suelo con el rifle hu­meante entre sus manos. Demetrio Morel apoya­do en el mostrador miraba hacia abajo como es­crutando el lugar donde caería para siempre.

Cuando lo hizo, los parroquianos del bar, los que habían visto cómo los tiros de su revólver se estrellaron contra la pared demasiado altos sobre la cabeza del forastero, mientras éste hacía su primer disparo casi sin mover los brazos y el segundo desde el piso en donde se había ti­rado, en una experta y velocísima sucesión de movimientos, lo vieron ahora levantarse lenta­mente y mirar el cuerpo inerte del que ellos nunca sabrían que era su propio padre.

Lo nombraron comisario ese mismo día como había calculado Demetrio Morel en su última tarde cuando le dijo:

-Yo voy a tirar alto y vos apuntá bien. Des­pués te van a nombrar comisario y el pueblo va a ser tuyo.

* * *

Cuando a la mañana abría la ventana de la comisaría, la que daba sobre la calle principal, parecía que todo el pueblo se extendía ahí al alcance de su mano, y cuando sus habitantes pasaban por la puerta y lo saludaban, el tácito acatamiento de los hombres hacia la fuerza, pa­recía confirmarse en cada inclinación de cabeza o de respetuosa llevada de la mano hacia el borde de la gorra o el ala del sombrero.

Entonces él, con su traje negro y sus botas altas y el winchester inseparable sujeto en una mano a lo largo de su cuerpo, contestaba apenas con el esbozo de un gesto cuya órbita como una tardía y desproporcional imitación de la otra ór­bita, la que ya había bajado del borde de la go­rra o del ala del sombrero, mientras la de él ­la feroz temida e indolente órbita- apenas se separaba un poco de ese cuerpo, en un absurdo desplazar de unos centímetros o la insinuación de unos centímetros, de esa mano, que de tan veloz había adquirido el derecho a exhibir el privilegio de su quietud.
Un día, un vecino de la zona -uno de los pobladores de esos campos abiertos que recién se alambrarían una o dos y hasta tres generacio­nes más tarde por sus hijos, nietos o biznietos, los que manejarían automóviles y mirarían los vellones con ojos expertos y hablarían de rindes y de aforos en la oficina de Elviro y Salmerón Fernández -llegó a la comisaría a denunciar el robo de unos capones.

Era un hombre simple, que habló con senci­llez, sin dar mucha importancia a sus palabras que acompañaban a su gesto sobre el mapa en la pared señalando la vasta y probable zona del robo, y al darse vuelta para continuar, la oficina ya estaba vacía, y a los pocos minutos el comi­sario montado en el cebruno que había sido de su padre y llevando su propio caballo de pil­chero, avanzaba por la calle principal, ante los mismos ojos y por la misma calle, por donde volvería cinco días más tarde con un hombre muerto cruzado sobre la cangalla del pilchero y otro hombre exhausto y tambaleante caminando unos metros más adelante, cubierto por el win­chester implacable e indiferente apenas apoya­do sobre la cruz de su caballo, que seguía escar­ceando a pesar del cansancio, salpicando a veces con gotas de espuma blanca la cabeza y la espal­da del prisionero, y cuando éste se desplomó, ni el caballo ni el jinete se inmutaron siguiendo la marcha ante las miradas de los habitantes del pueblo, que recién ahora pudieron ver que lo que unía al hombre caído con el hombre mon­tado, no era sólo la tácita amenaza del arma que lo cubría, sino el fino trenzado y ahora tenso lazo que de la cincha del cebruno tironeó cruen­to el cuello del hombre arrastrándolo un poco hasta que consiguió pararse, para seguir cami­nando, primero a la par y después algo más ade­lante, como previendo o agregando una escasa garantía de tiempo y de distancia, para amen­guar el próximo tirón del lazo en su próxima caída sobre la calle.
Todos lo miraron ese día -los pobladores, los hombres cuyas majadas pastoreaban las pampas, los cañadones, las sierras y que avanzaban sobre la tierra conquistada a la soledad, a la lejanía, al mismo país repantigado contra ese puerto in­diferente, los peones, los que vendían sus movi­mientos, su experiencia, su tiempo a otros hom­bres dueños de otros movimientos, otras expe­riencias y otro tiempo, los comerciantes, los due­ños del trueque y del esfuerzo, que trasforma­ban el esfuerzo de otros en algo en tránsito hacia otros esfuerzos, las mujeres, hechas de formas, de miradas propias y ajenas, de pasado, de futuro, los chicos, todavía sin caras en donde depositar sus sentimientos- todos lo miraban al hombre que avanzaba entre la muerte que llevaba cru­zada en el pilchero y la vida que marchaba a tropezones, sobre el dolor de los pies llagados y sobre el cansancio.

Cuando llegó a la comisaría lo vieron desmon­tar y soltar las sogas que sujetaban al hombre muerto y cuando éste cayó, los vecinos del pue­blo supieron que ese cadáver que se extendía a lo ancho de la calle era parte de un precio que el comisario imponía con su persona, y con ese algo que flotaba en el ambiente incluso aho­ra que él ya no estaba, pero que quedaba ahí, como parte de una parte de ellos mismos.

Entonces rodearon el cadáver y lo dieron vuel­ta y alguien dijo:

-No es de aquí.

Y el que había hecho la denuncia dijo des­pués:

-Yo no pensé... si hubiera sabido... yo no creía que lo iba a matar -y miró esa cara inerte y desconocida donde la muerte se había asenta­do antes que la tierra y el polvo que cubrían aquello que muy pronto sería polvo bajo la tierra.

Enterraron el cuerpo ellos mismos y ahí jun­to a la tumba recién tapada dijeron:

-No puede ser, unos cuantos capones, no valen la vida de un hombre.

-No sé... pero alguien así nos hacía falta.

-Sí pero...

-No pero...

Y las ideas surgían en forma de frases, que apenas representaban una parte de la persona que las decía, porque la tentación del orden lu­chaba con el miedo de ser responsables de ese orden desatado, como si intuyeran ese mundo del futuro, el de los hombres saliendo de las trincheras de sus istmos y conociendo el miedo de carecer de miedo.

-Hay que hacer algo -dijo alguien.

Esa noche en el piso del calabozo el preso dor­mitaba. El primer chistido entró dentro de su sueño sin perturbarlo y cuando abrió los ojos ya el segundo chistido había disipado el sueño y permaneció por un instante como único pensa­miento en sus pensamientos recién despiertos.
Por la ventana enrejada de la puerta vio la cara del chico, y en seguida su mano indicando silencio sobre la boca, luego la cabeza desapare­ció y el sonido del pasador de fierro al ser co­rrido muy lentamente fue lo único que se oía entre las paredes del calabozo. Después el chico cuya cabeza recién había visto apareció en el hueco de la puerta que se abría. De un salto es­tuvo junto a él.

-¿Quién te manda? -le susurró y esperó per­plejo la respuesta de la cara también perpleja sin respuesta y que preguntaba:

-¿A mí?

-Sí a vos.

-Nadie.

-¿Y el comisario?

-Está dormido, yo vivo al lado y lo vi por la ventana.

-Quién te manda.

-Nadie yo vivo...

Pero la frase quedó trunca, porque el puño del comisario surgió del silencio tras sus espal­das y golpeó al hombre en el costado de la ca­beza. Después cerró la puerta, y el chico dejó de ver el cuerpo del hombre nuevamente exten­dido en el piso del calabozo y su mirada bajo el pelo desordenado se mantuvo hacia abajo, mien­tras sentía sobre su hombro el peso de la mano que lo sujetaba.

-Quién te manda -volvió a oír el chico por tercera vez y volvió a contestar:

-Nadie.

-¿Cuántos años tenés?

-Once.

Ahora la mano que sentía sobre el hombro no sólo lo sujetaba sino que lo empujó hacia adelante por un pasillo para luego pasar a un cuarto en donde oyó el sonido de la puerta que se cerraba.

-Sacate la camisa -fue lo próximo que oyó, y cuando el arreador empezó a bajar sobre la espalda desnuda, el chico ya había cerrado los ojos y apretado los dientes, y cuando el cuero tocó la espalda, el dolor pareció estallar bajo la piel y extenderse hacia arriba como un fuego que se detuvo recién en el borde de la nuca.

Luego el dolor empezó a descender hacia la marca horizontal sobre la espalda, pero casi en seguida el segundo golpe arrasó al primer dolor de su trayecto, para instalarse sobre el cuerpo tembloroso apenas sostenido por las piernas que temblaban.

El tercer golpe que se inició, cuando el arrea­dor se separó de la piel retrocediendo en su ne­cesidad de espacio como buscando en la distan­cia y en la altura la distancia y la altura nece­sarias para aumentar el peso de esa violencia que ahora bajaba acortando la distancia, la altu­ra y el espacio, hasta detenerse en el chasquido sobre el chico que después caería boca abajo so­bre el suelo.

-¿Quién te mandó?

El arreador se levantó nuevamente, pero sólo a la altura de la mesa donde quedó tirado y quieto como algo ya inútil y superado.

-Entonces por qué trataste de soltado.

-No sé.

Después hablaron.

-Podés irte -le dijo más tarde.

Esa noche la mirada del chico en la cocina de su casa, recorrió los objetos que la luz del farol recortaba sobre la pared, después volvió al pla­to, donde la sopa se enfriaba con la cuchara indolente sumergida en la superficie apenas al­terada por los fideos que mantenían algo del movimiento que el chico les había provocado, mientras su madre -la mujer cuya escasa cin­tura apretada por las tiras del delantal se que­braba con gracia en ese momento sobre la mesa con el cucharón desbordante en la mano- le decía:

-No terminaste, ¿qué te pasa?

-Nada -dijo el chico pero su madre se había acercado con la preocupación solícita que hacía años desplegaba sobre él, desde el día mis­mo en que el médico del pueblo le había dicho “Es un varón, Luisa” con el mismo tono con que un mes antes le había dicho “Tu marido ha muerto, Luisa” a ella, que ahora once años más tarde retiraba la mano horrorizada de la es­palda de su hijo y decía:

-La espalda... la... tenés la camisa empapada de sangre.

Mientras lo curaba lloró de indignación y re­petía:

- Tenés que decirme quién fue, tenés que decirme.

Y la cabeza del chico, con sus movimientos de derecha a izquierda sobre esos hombros en don­de el extremo de una de las cicatrices avanzaba oblicua hacia la nuca, mientras las manos, las solícitas preocupadas e indignadas manos de su madre, revoloteaban sobre la espalda dolorida como pájaros alborotados ante un nido recién destruido, pero que al día siguiente, se manten­drían sobre sus muslos ordenados sentada frente al comisario mientras decía:

- ... no me quiere decir quién le pegó.

Y el chico junto a su madre con la mirada hacia abajo sin animarse a levantar los ojos y escuchando las palabras.

-¿Cómo se llama su hijo?

-Lucas como el padre.

Y el comisario, el hombre que ella había vis­to pasar por la calle principal como un heraldo del dolor, de la muerte, del miedo, el hombre que habría pronunciado desde su llegada al pue­blo un número de palabras casi menor que las balas disparadas por el cañón de su winchester, el hombre cuya mirada ella había rehuido el primer día como evitando la profanación de ese futuro que su pasado ya había estipulado, el hombre cuyo nombre todos ignoraban, se había parado frente a su hijo y le decía:

-Yo me llamo Demetrio también como mi padre.

* * *

Cuando ese día salieron de la comisaría Lui­sa miró a Lucas que caminaba a su lado como abstraído. Le pareció que sonreía, entonces pen­só en lo que tenía que decir y después lo dijo:

-Lucas -tuvo que repetir su nombre dos ve­ces más y recién él le contestó.

-¿Qué?

-Lucas, esos hombres así como el comisario. .. son como distintos a uno.. son...

-¿Qué?

-Son distintos. Son distintos a Don Eloy y a Francisco y a tu tío Oscar.

-Ya sé.

-Lo que te quiero decir es que no me gustaría que vos fueras así cuando seas grande. “Qué estoy diciendo”, tal vez pensó, “no me puede en­tender si yo misma no me entiendo, pero pro­siguió”: Los hombres así no tienen casa, viven en peligro, no pueden ser felices.

-¿Don Eloy es feliz? -preguntó Lucas.

-Sí... a su modo.

-¿Por qué?

- Tiene todo lo que quiere tener.

-¿Y él?

-¿El comisario?

-Sí.

-A la gente así no le gusta tener cosas.

-Tiene un winchester.

-Qué hay que tenga un winchester, mucha gente tiene un winchester, tu tío Oscar tiene uno.

-Es distinto.

-SÍ es distinto.

Siguieron caminando y después Luisa prosiguió:

-¿Me vas a decir quién te pegó?

-No -dijo Lucas y los dos estaban ahora dentro de la casa, en el espacio familiar tal vez querido o tal vez no, limitado por las paredes vacías que lo, separaban del otro gran espacio, el enorme e ilimitado espacio de los cielos infinitos y de la tierra.

Después se callaron, y Luisa pensó que más tarde iba a llorar, cuando estuviese sola acosta­da en esa cama en donde la respiración de ella y su marido se había aquietado doce años antes, luego de la momentánea agitación que la especie empeñada en subsistir imponía a sus miembros, y que estos cumplían, con esa serie de movi­mientos, de abrazos, de posiciones, como dos seres luchando en el borde mismo de los siglos y cuya consecuencia, ahora, el heredero y poseedor de ese símbolo de lucha, se encontraba ahí, frente a ella erguido en su rebeldía como el creyente enfrentando por primera vez la imagen de su Creador.

* * *

Llegaron de distintos lados y en distintos días.

Venían de la distancia en caballos mestizos con aperos de plata y buenas armas. Surgieron ahí, después de alguna noche, o al caer de alguna tarde, o en una de esas madrugadas frías en que el pueblo entumecido demoraba su despertar, mientras las sombras débiles de las cosas se ex­tendían hacia el oeste sobre el sol.

El primero que llegó, era un hombre aindia­do serio y enjuto casi del mismo color que el lobuno que montaba, y que dejó atado frente a la comisaría, después de bolear la pierna sobre su anca quebrando esa unidad caballo-hombre como si se hubiese separado en dos partes un juguete muy manoseado quedando una de las partes abandonada sobre el polvo mientras la otra entraba en la comisaría seguida por el tin­tineo de las espuelas grandes.

El segundo viajaba con tropilla, y surgió un día entre la niebla sobre la escarcha y a la vista del pueblo que lo miraba. Acampó en las afue­ras, y ya esa tarde dejó tendido un lazo entre dos molles para que la tropilla formase tras la orden de esa voz, tan suave como los movimien­tos que lo llevarían esa noche a la comisaría, no por la calle principal sino por detrás de las ca­sas, como buscando el amparo de una sombra a una hora en que todo el pueblo era una som­bra, sobre la sombra del desierto oscurecido.

Después llegó otro. Vino al galope como pre­ocupado por una tardanza, y dejó caer las rien­das y el cabresto que tocaron el suelo casi al mismo tiempo que la suela de sus botas, y en­tró en la comisaría con un Remignton recortado en la mano izquierda, mientras el caballo se mantenía inmóvil como dependiente de una au­toridad no dependiente de las riendas y el ca­bresto que colgaban hacia abajo, sino de ese hombre, que junto con los otros hombres, oirían del comisario las palabras:

-Los mandé llamar por... y tal vez dijo:

- ... porque el pueblo ya es mío y necesito gente para los puestos claves; acá hay mucha plata va a alcanzar para todos.

O tal vez no dijo en absoluto esas palabras, en cambio puede ser que dijera:

- ... porque yo soy el comisario y no quiero ver a ninguno de ustedes en el pueblo.

Pero cualquiera que hayan sido sus palabras, las primeras las lógicas y esperadas palabras que su padre le había dejado como herencia junto con el pueblo de Leona Muerta, o las segundas, las lógicas y esperadas palabras que su padre le había dejado de herencia junto con el pueblo de Leona Muerta, fueron oídas por Lucas -el que sería heredero del gesto del hombre que sin saberlo también había heredado un gesto- a través de la puerta entreabierta que daba sobre el pasillo.

Tal vez uno de los hombres vio a Lucas y tra­tó de eliminar al testigo de sus proyectos sin saber que el comisario lo iba a defender. Tal vez ninguno vio a Lucas y simplemente contesta­ron con sus armas las palabras del comisario. Pero lo cierto es que un instante después, el cuarto pareció demasiado chico para el estruen­do de los balazos, y entonces fue el sonido, y el humo de los disparos, y los gritos de dolor y los de la furia desbordando las paredes cuyos revoques destrozados por el plomo de las balas caían sobre las vidas sobre las muertes, sobre la sangre que ya empapaba las ropas, sobre el cuchillo que uno de los hombres manoteaba in­fructuosamente tratando de arrancarlo del bor­boteo de su garganta, sobre los ojos de alguno vueltos hacia arriba ya ausentes ya invulnerables, sobre una respiración que apenas continuaba, sobre alguna mano dócil junto a un arma quie­ta, mientras la otra mano encrespada parecía la furia de una protesta inmovilizada junto a una herida.

Entre el tumulto de los cuerpos extendidos ahora era la quietud, que pareció descender ha­cia el suelo que acogía indiferente el retorno, el fin de la lucha, de la rebeldía, de la erguida verticalidad del hombre atado a su sombra ho­rizontal sobre la tierra, y hasta el ronquido del comisario bajó lentamente hacia la boca que lo producía, quedando un rato demorado sobre la saliva blanca de los labios para luego entrar en ese pecho donde los latidos recién entonces se acallaron.

Ahora y acá, a más de cincuenta años de ese chico, hincado, lloroso y asustado, mirando el cuerpo de un hombre entre los cuerpos, nos­otros los que miramos, los que somos mirados.

sábado, 13 de junio de 2009

"La Casa de Asterión" (Jorge Luis Borges)


Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.Apolodoro, Biblioteca, III,I


Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol;. abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.

¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

lunes, 18 de mayo de 2009

"Corazonada" (Mario Benedetti)

Apreté dos veces el timbre y en seguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. "Vengo por el aviso", dije. "Ya lo sé", gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.

Después vino la señora, impresionante. Sonrió como una Virgen, pero sólo como. "Buenos días." "¿Su nombre?" "Celia." "¿Celia qué?" "Celia Ramos." Me barrió de una mirada. La pipeta. "¿Referencias?" Dije tartamudeando la primera estrofa: "Familia Suárez, Maldonado 1346, teléfono 90948. Familia Borrello, Gabriel Pereira 3252, teléfono 413723. Escribano Perrone, Larraíaga 3362, sin teléfono." Ningún gesto. "¿Motivos del cese?" Segunda estrofa, más tranquila: "En el primer caso, mala comida. En el segundo, el hijo mayor. En el tercero, trabajo de mula." "Aquí", dijo ella, "hay bastante que hacer". "Me lo imagino." " Pero hay otra muchacha, y además mi hija y yo ayudamos. " "Sí, señora." Me estudió de nuevo. Por primera vez me di cuenta que de tanto en tanto parpadeo. "¿Edad?" "Diecinueve." "¿Tenés novio?" "Tenía." Subió las cejas. Aclaré por las dudas: "Un atrevido. Nos peleamos por eso." La Vieja sonrió sin entregarse. "Así me gusta. Quiero mucho juicio. Tengo un hijo mozo, así que nada de sonrisitas ni de mover el trasero." Mucho juicio, mi especialidad. Sí, señora. "En casa y fuera de casa. No tolero porquerías. Y nada de hijos naturales, ¿estamos?" "Sí, señora." ¡Ula Marula! Después de los tres primeros días me resigné a soportarla. Con todo, bastaba una miradita de sus ojos saltones para que se me pusieran los nervios de punta. Es que la vieja parecía verle a una hasta el hígado. No así la hija, Estercita, veinticuatro años, una pituca de ocai y rumi que me trataba como a otro mueble y estaba muy poco en la casa. Y menos todavía el patrón, don Celso, un bagre con lentes, más callado que el cine mudo, con cara de malandra y ropas de Yriart, a quien alguna vez encontré mirándome los senos por encima de Acción. En cambio el joven Tito, de veinte, no precisaba la excusa del diario para investigarme como cosa suya. Juro que obedecí a la Señora en eso de no mover el trasero con malas intenciones. Reconozco que el mío ha andado un poco dislocado, pero la verdad es que se mueve de moto propia. Me han dicho que en Buenos Aires hay un doctor japonés que arregla eso, pero mientras tanto no es posible sofocar mi naturaleza. O sea que el muchacho se impresionó. Primero se le iban los ojos, después me atropellaba en el corredor del fondo. De modo que por obediencia a la Señora, y también, no voy a negarlo, pormigo misma, lo tuve que frenar unas diecisiete veces, pero cuidándome de no parecer demasiado asquerosa. Yo me entiendo. En cuanto al trabajo, la gran siete. "Hay otra muchacha" había dicho la Vieja. Es decir, había. A mediados de mes ya estaba solita para todo rubro. "Yo y mi hija ayudamos", había agregado. A ensuciar los platos, cómo no. A quién va a ayudar la vieja, vamos, con esa bruta panza de tres papadas y esa metida con los episodios. Que a mí me gustase Isolina o la Burgueño, vaya y pase y ni así, pero que a ella, que se las tira de avispada y lee Selecciones y Lifenespañol, no me lo explico ni me lo explicaré. A quién va a ayudar la niña Estercita, que se pasa reventándose los granos, jugando al tenis en Carrasco y desparramando fichas en el Parque Hotel. Yo salgo a mi padre en las corazonadas, de modo que cuando el tres de junio (fue San Cono bendito) cayó en mis manos esa foto en que Estercita se está bañando en cueros con el menor de los Gómez Taibo en no sé qué arroyo ni a mí qué me importa, en seguida la guardé porque nunca se sabe. ¡A quién van ayudar! Todo el trabajo para mí y aguantate piola. ¿Qué tiene entonces de raro que cuando Tito (el joven Tito, bah) se puso de ojos vidriosos y cada día más ligero de manos, yo le haya aplicado el sosegate y que habláramos claro? Le dije con todas las letras que yo con ésas no iba, que el único tesoro que tenemos los pobres es la honradez y basta. Él se rió muy canchero y había empezado a decirme: "Ya verás, putita", cuando apareció la señora y nos miró como a cadáveres. El idiota bajó los ojos y mutis por el foro. La Vieja puso entonces cara de al fin solos y me encajó bruta trompada en la oreja, en tanto que me trataba de comunista y de ramera. Yo le dije: "Usted a mí no me pega, ¿sabe?" y allí nomás demostró lo contrario. Peor para ella. Fue ese segundo golpe el que cambió mi vida. Me callé la boca pero se la guardé. A la noche le dije que a fin de mes me iba. Estábamos a veintitrés y yo precisaba como el pan esos siete días. Sabía que don Celso tenía guardado un papel gris en el cajón del medio de su escritorio. Yo lo había leído, porque nunca se sabe. El veintiocho a las dos de la tarde, sólo quedamos en la casa la niña Estercita y yo. Ella se fue a sestear y yo a buscar el papel gris. Era una carta de un tal Urquiza en la que le decía a mi patrón frases como ésta: "Xx xxx x xx xxxx xxx xx xxxxx".

La guardé en el mismo sobre que la foto y el treinta me fui a una pensión decente y barata de la calle Washington. A nadie le di mis señas, pero a un amigo de Tito no pude negárselas. La espera duró tres días. Tito apareció una noche y yo lo recibí delante de doña Cata, que desde hace unos años dirige la pensión. Él se disculpó, trajo bombones y pidió autorización para volver. No se la di. En lo que estuve bien porque desde entonces no faltó una noche. Fuimos a menudo al cine y hasta me quiso arrastrar al Parque, pero yo le apliqué el tratamiento del pudor. Una tarde quiso averiguar directamente qué era lo que yo pretendía. Allí tuve una corazonada: "No pretendo nada, porque lo que yo querría no puedo pretenderlo".

Como ésta era la primera cosa amable que oía de mis labios se conmovió bastante, lo suficiente para meter la pata. "¿Por qué?", dijo a gritos, "si ése es el motivo, te prometo que..." Entonces como si él hubiera dicho lo que no dijo, le pregunté: "Vos sí... pero, ¿y tu familia?" "Mi familia soy yo", dijo el pobrecito.

Después de esa compadrada siguió viniendo y con él llegaban flores, caramelos, revistas. Pero yo no cambié. Y él lo sabía. Una tarde entró tan pálido que hasta doña Cata hizo un comentario. No era para menos. Se lo había dicho al padre. Don Celso había contestado: "Lo que faltaba." Pero después se ablandó. Un tipo pierna. Estercita se rió como dos años, pero a mí qué me importa. En cambio la Vieja se puso verde. A Tito lo trató de idiota, a don Celso de cero a la izquierda, a Estercita de inmoral y tarada. Después dijo que nunca, nunca, nunca. Estuvo como tres horas diciendo nunca. "Está como loca", dijo el Tito, "no sé qué hacer". Pero yo sí sabía. Los sábados la Vieja está siempre sola, porque don Celso se va a Punta del Este, Estercita juega al tenis y Tito sale con su barrita de La Vascongada. O sea que a las siete me fui a un monedero y llamé al nueve siete cero tres ocho. "Hola", dijo ella. La misma voz gangosa, impresionante. Estaría con su salto de cama verde, la cara embadurnada, la toalla como turbante en la cabeza. "Habla Celia", y antes de que colgara: "No corte, señora, le interesa." Del otro lado no dijeron ni mu. Pero escuchaban. Entonces le pregunté si estaba enterada de una carta de papel gris que don Celso guardaba en su escritorio. Silencio. "Bueno, la tengo yo." Después le pregunté si conocía una foto en que la niña Estercita aparecía bañándose con el menor de los Gómez Taibo. Un minuto de silencio. "Bueno, también la tengo yo." Esperé por las dudas, pero nada. Entonces dije: "Piénselo, señora" y corté. Fui yo la que corté, no ella. Se habrá quedado mascando su bronca con la cara embadurnada y la toalla en la cabeza. Bien hecho. A la semana llegó el Tito radiante, y desde la puerta gritó: "¡La vieja afloja! ¡La vieja afloja!" Claro que afloja. Estuve por dar los hurras, pero con la emoción dejé que me besara. "No se opone pero exige que no vengas a casa." ¿Exige? ¡Las cosas que hay que oír! Bueno, el veinticinco nos casamos (hoy hace dos meses), sin cura pero con juez, en la mayor intimidad. Don Celso aportó un chequecito de mil y Estercita me mandó un telegrama que -está mal que lo diga- me hizo pensar a fondo: "No creas que salís ganando. Abrazos, Ester."

En realidad, todo esto me vino a la memoria, porque ayer me encontré en la tienda con la Vieja. Estuvimos codo con codo, revolviendo saldos. De pronto me miró de refilón desde abajo del velo. Yo me hice cargo. Tenía dos caminos: o ignorarme o ponerme en vereda.

Creo que prefirió el segundo y para humillarme me trató de usted. "¿Qué tal, cómo le va?" Entonces tuve una corazonada y agarrándome fuerte del paraguas de nailon, le contesté tranquila: "Yo bien, ¿y usted, mamá?"

miércoles, 1 de abril de 2009

"Wash Jones" (William Faulkner)

Sutpen se quedó de pie junto al jergón de paja donde estaban tendidas la madre y el bebé. Por entre las alabeadas tablas de la pared caía el temprano sol mañanero en largas pinceladas, listando sus piernas abiertas y la fusta de cabalgar que llevaba en la mano, y cruzando la silueta inmóvil de la madre, que lo miraba con sus quietos, inescrutables y tristes ojos. A su costado yacía el hijo envuelto en un retazo de tela deshilachada pero limpia. Atrás de ellos, una vieja negra estaba sentada en cuclillas junto a la tosca chimenea donde se consumía una exigua fogata.

-Bueno, Milly -dijo Sutpen-. Lástima que no seas una yegua. Entonces podría darte un pesebre decente en el establo.

La del jergón no se movió. Siguió, sencillamente, mirándolo sin expresión, con su cara joven, triste, inescrutable y pálida todavía por el trance reciente. Sutpen se movió, descubriendo bajo las pinceladas astilladas de sol el rostro de un hombre de sesenta años. Dijo con voz queda a la negra sentada en cuclillas:

-Grisel parió esta mañana.

-¿Potro o potranca? -preguntó la negra..

-Un caballo. Un potro de lo más fino... ¿Qué es esto?

Y, al hablar, señaló con la mano que empuñaba la fusta el jergón de paja..

-Yegua, se me hace..

-Sí -insistió Sutpen-. Un potro de lo más fino. Va a ser el retrato mismo del viejo Rob Roy que monté cuando me fui para el Norte en el año 1861. ¿Recuerdas?

-Sí, amo.

-Escucha -le dijo, echando otra mirada al jergón.

Nadie podía decir si la madre seguía mirándolos o no. Él señaló con la fusta otra vez hacia la cama.
-Usa cuanto tenemos a mano para atender cualquier necesidad de los dos.

Salió, cruzando la puerta desvencijada y metiéndose por el espeso yuyal (contra el rincón del pórtico seguía todavía apoyada y poniéndose roñosa la guadaña que prestara a Wash hacía tres meses, para cortarlo), donde esperaba su caballo, que Wash sujetaba por las riendas.

Cuando el coronel Sutpen se fue a pelear contra los norteños, Wash no lo acompañó.

-Estoy atendiendo la hacienda y los negros del Coronel -decía a quien se lo preguntara y a algunos que no se lo preguntaban. Era un hombre flaco, castigado por el paludismo, de ojos interrogantes y descoloridos, que aparentaba treinta y cinco años, aunque todo el mundo sabía que no sólo tenía una hija sino también una nieta de ocho años.

Aquello era mentira, como sabían muy bien la mayor parte de las personas a quienes se lo decía... los escasos hombres que quedaban, entre los dieciocho y los cincuenta años de edad. También había algunos que creían que él mismo se lo creía, aunque veían que había tenido el seso suficiente para no poner su dicho a prueba con la señora Sutpen ni con los esclavos de Sutpen. Según murmuraban las malas lenguas, éstos estaban bien enterados, sólo que, acaso, eran demasiado indolentes y apáticos para hacer averiguaciones; ellos sabían que la única relación de Wash con la hacienda de Sutpen era que, durante muchos años, el Coronel le había permitido usar la choza desvencijada que Sutpen construyera en sus tiempos de soltero para cabaña de pesca en un pantano del río que cruzaba la hacienda y que, desde entonces, se había ido deteriorando por falta de uso, y ahora parecía una fiera o vieja que se hubiera arrastrado, derregándose hasta allá, para llenar de agua sus fauces mientras moría.

Los esclavos de Sutpen se habían enterado de lo que andaba diciendo, los hizo reír. No era la primera vez que se reían de él y que a sus espaldas lo llamaban basura blanca... Pero ya se iban atreviendo a preguntarle, cuando iban en grupo y se lo encontraban en la solitaria vereda que llevaba al pantano y al antiguo pescadero:

-¿Por qué no estás en la guerra, hombre blanco?

Él se detenía, miraba el coro de caras negras y blancos ojos y dientes, tras los cuales se adivinaba la burla, y decía:

-Porque tengo una hija y una familia a quien cuidar. ¡Fuera de mi camino, negros!

-¿Negros? -repetían ellos-. ¿Negros? -volvían a decir, riéndose ya descaradamente-. ¿Quién es él para llamarnos negros?

-Sí, yo no tengo negros para que cuiden a los míos si me voy.

-Ni otra cosa que esa cabaña donde el Coronel no nos deja vivir a nosotros.

Él entonces los injuriaba; a veces los perseguía con algún palo que agarraba del suelo poniéndolos en fuga, pero sin lograr que no volvieran a rodearlo de nuevo con aquellas risotadas negras, burlonas, huidizas, inevitables, que lo dejaban jadeante, impotente y furioso.

Cierta vez, ocurrió en el mismo patio trasero de la casona. Fue después de haberse recibido noticias desastrosas de las monatñas de Tenesí y de Vicksburg, cuando Sherman atravesó la plantación y la mayor parte de los negros lo siguieron. Casi todos los demás, se lo llevaron también las tropas federales, y la señora Sutpen mandó decir a Wash que podía comerse los racimos de uva chinche que maduraban en la parra del patio trasero. Ahora se trataba de una sirvienta de la casa, una de las pocas negras que se quedaron. Tuvo que huir por la escalera que subía a la cocina, pero desde ahí ella se dio vuelta:

-Quieto ahí, hombre blanco. No dé un paso más. Nunca ha entrado hasta acá cuando estaba el Coronel, y ahora no lo va a hacer tampoco.

Y era verdad. Pero por su propio orgullo: jamás lo había intentado; aunque estaba convencido de que si lo hubiese hecho, Sutpen se lo habría permitido y lo habría recibido.

“Pero no voy a consentir que una negra inmunda me diga que no puedo pasar donde me da la gana”, pensó. “Ni voy a dar siquiera al Coronel ocasión para tener que maldecir a una negra por algo que yo haga”.

Y eso, a pesar de que él y Sutpen habían pasado más de una tarde juntos, los escasos domingos en que no había gente en la casa. Acaso, en el fondo de su mente, sabía que aquello se debía a que Sutpen no tenía otra cosa que hacer, porque era un hombre que aguantaba siquiera su propia compañía. Sin embargo, seguía en pie el hecho de que los dos se pasaban tardes enteras bajo la parra, Sutpen acostado en la hamaca y Wash en cuclillas contra un poste. Entre ellos había un balde de agua y empinaban la misma damajuana para echarse un trago tras otro. Y, en los días de semana, contemplaba Wash la figura de aquel hombre montado sobre un arrogante potro negro, galopando por la hacienda. Los dos eran de la misma edad, casi exactamente, aunque ninguno de ellos lo creyó nunca, quizás porque Wash tenía un nieto y el hijo de Sutpen era un joven que seguía yendo a la escuela.

Cuando contemplaba aquella escena del galope, se le sosegaba el corazón y se sentía orgulloso. Acaso se le antojaba que aquel mundo de los negros, quienes, según la Biblia, habían sido creados y maldecidos por Dios para ser como bestias y esclavos al servicio de todos los hombres de piel blanca, y que vivían mejor y tenían mejor casa y hasta mejor ropa que él y los suyos; aquel mundo en el que siempre escuchaba el eco de las carcajadas negras burlándose de él, no era más que un sueño y una ilusión, y que el verdadero mundo era éste a través del cual su apoteosis solitaria parecía galopar a lomos de aquel potro pura raza, pensando cómo el Libro decía también que todos los hombres estaban creados a imagen de Dios y, por lo tanto, todos llevaban la misma imagen, a los ojos de Dios por lo menos; de tal manera que podía decir, como si hablara consigo mismo:

-Qué hombre tan arrogante y tan bien plantado. Si el mismo Dios bajase la tierra y cabalgase sobre ella, así es como sería.

Sutpen regresó en 1865, montando el caballo negro. Parecía haber envejecido diez años. Su hijo había perecido en el frente el mismo invierno en que falleciera su esposa. Regresó (después de haber recibido de manos del General Lee un diploma en que se acreditaba su valor) a la arruinada hacienda, donde su hija llevaba ya un año viviendo casi a expensas de la menguada generosidad del hombre a quien quince años antes, diera permiso para habitar la miserable choza del pescadero, de la que ni siquiera se acordaba ya. Allí estaba Wash esperando, con el mismo aspecto de siempre; enjuto todavía, sin que los años pasaran por él, con su mirada descolorida e interrogante, con su aire desconfiado, entre servil y familiar:

-Bueno, Coronel -lo saludó Wash-. Nos mataron pero no nos derrotaron todavía ¿verdad?

A eso, más o menos, se redujeron sus conversaciones durante los cinco años siguientes. El whisky que bebían ahora del mismo jarro de barro era de inferior calidad, y ya no se reunían bajo la parra. Ahora era en los fondos del tenducho que consiguió instalar Sutpen al costado de la carretera: una despensa cuadrada, con anaqueles, donde vendía, ayudado por Wash (que le servía de mozo y empleado), petróleo, productos alimenticios corrientes, golosinas rancias de colores y abalorios baratos y cintas a los negros o los blancos pobres como el mismo Wash, quienes llegaban a pie o en mulas escuálidas y regateaban hasta el aburrimiento unas cuantas monedas de diez o de veinticinco centavos con el hombre a quien vieran en otros tiempos galopar (el caballo negro vivía todavía; la caballeriza que ocupaba su celosa cría estaba en mejores condiciones que la casa en que habitaba su mismo amo) más de dieciséis kilómetros sin salir de sus fértiles terrenos, y que había tenido a sus órdenes tropas valerosas en la guerra; hasta que Sutpen, furioso, mandaba salir a todo el mundo del tenducho, cerraba las puertas y las atrancaba por dentro. Entonces se metían los dos en la parte de atrás y empezaban a beber. Pero ya la conversación no era tranquila, como cuando Sutpen se tumbaba en la hamaca, pronunciando un monólogo ampuloso, mientras Wash se mataba de risa sentado en cuclillas contra su poste. Ahora también se sentaban los dos, pero Sutpen ocupaba la única silla mientras Wash echaba mano de cualquier cajón o cacharro, y eso por poco tiempo; porque enseguida empezaba Sutpen a subirse por las paredes en un ataque de furia, impotente, levantándose como un desaforado y volviéndose a sentar, para declarar una vez más que iba a agarrar su pistola y a ensillar su caballo negro y y a salir galopando hasta Washington y matar a Lincoln, que ya entonces estaba muerto, y a Sherman quien entonces era un civil.

-Voy a matarlos -vociferaba-. ¡Voy a acribillarlos a tiros, como a perros, que es lo que son...!

-Sí, Coronel; sí, Coronel -decía entonces Wash, sujetándolo antes de que se cayera.

Después mandaba a parar la primera diligencia que pasara, y si no había ninguna, caminaba mil seiscientos metros hasta la casa más cercana y pedía prestado un carruaje con el que regresaba y se llevaba a Sutpen. Ahora ya entraba en la casa. Lo había venido haciendo desde mucho antes llevándose a Sutpen en el primer carruaje que pudiera conseguir prestado animándolo a que se moviera con murmullos halagadores, como si fuera un caballo o un potro. La hija salía a su encuentro y les abría la puerta sin decir palabra. Cargaba él entonces con su fardo a través de la entrada que en otros tiempos estaba reservada a muy pocos, antes blanca y todavía rematada por un abanico de cristales importados pieza por pieza de Europa, aunque faltaba uno de ellos y se había tapado su hueco con una tabla clavada. Luego seguía adentro, pasando la alfombra de terciopelo, sin peto ninguno ya, y subía la suntuosa escalinata que ahora no era más que un espectro desvencijado y descolorido de tarimas desnudas entre dos franjas de pintura desvaída, hasta llegar a la alcoba. Ya había oscurecido mientras tanto; dejaba su carga despatarrada en la cama, lo desnudaba y se sentaba en silencio a su lado en una silla. Al poco tiempo, se asomaba la hija a la puerta.

-Ya se arregló todo -solía decirle él-. No se preocupe, señorita Judith.

Luego oscurecía y, al cabo de un rato, se tendía en el suelo junto a la cama, aunque no se quedaba dormido, porque no tardaba el de la cama en agitarse -a veces antes de la media noche-, emitir un gruñido y luego preguntar:

-¿Wash?

-Aquí estoy, Coronel. Vuélvase a dormir. Todavía no nos han derrotado, ¿verdad? Con usted y conmigo no hay quien pueda.

Por aquellas fechas, ya había visto Wash la cinta que llevaba su nieta en la cintura. Tenía quince años y era mujer, según ocurría un tanto prematuramente a las muchachas como ella. Sabía la procedencia de aquella cinta; se la había venido viendo con todo lo demás diariamente desde hacía tres años; y de nada le hubiese valido mentirle sobre dónde la había conseguido, cosa que a ella no se le ocurrió, porque se sentía, al mismo tiempo, orgullosa, mohína y temerosa.

-No está mal -le dijo su abuelo-. Si el Coronel quiso regalártela, supongo que le habrás dado las gracias.

No se alarmó ni cuando vio el vestido y observó la expresión misteriosa, desafiante y atemorizada que había en su rostro mientras le decía que la señorita Judith la había ayudado a hacérselo. Pero se puso muy serio al acercarse a Sutpen aquella tarde cuando cerraron la tienda y se fueron al fondo del local.

-Tráete el jarro -le mandó Sutpen.

-Espere -contestole Wash-. Es sólo un momento.

Sutpen no le negó lo del vestido.

-¿Qué tiene de particular? -le preguntó.

Wash resistió su mirada fija y arrogante y le habló quedamente:

-Lo conozco a usted desde hace veinte años. Nunca me he opuesto a hacer lo que usted me ordena. Y ya voy para los sesenta... Y ella es una niña que no pasa de los quince años de edad.

-¿Estás insinuando que le he hecho algún mal? ¿Yo que soy tan viejo como tú?

-Si fuera usted otro hombre, yo diría que estaba tan viejo como yo. Pero, viejo o no viejo, no la dejaría quedarse con ese vestido ni nada que no viniese de la mano de usted. Pero usted es distinto.

-¿En qué consiste la diferencia?

Wash se limitó a clavarle los ojos descoloridos, inquisitivos y sobrios.

-¿Entonces es por eso por lo que me tiene miedo?

Ya la mirada de Wash dejó de ser interrogante. Era tranquila y serena.

-Yo no tengo miedo. Porque usted es valiente. No es porque fue valiente en un minuto o en un día de su vida, y pueda lucir un papel que le dio el general Lee para demostrarlo. No, usted es valiente, lo mismo que vive y respira, en eso consiste la diferencia. No hace falta escritura de nadie que me lo venga a decir. Y me consta que lo que maneje o toque usted, lo mismo un regimiento de hombres que una muchacha ignorante o un perro de presa, usted sabe lo que hace.
Ahora fue Sutpen el que apartó de él la vista, y con un movimiento brusco y repentino le dijo sin más:

-Tráete el jarro.

-Cómo no, Coronel.

Como íbamos diciendo, al amanecer de aquel domingo, dos años más tarde, su corazón siguió tranquilo, aunque preocupado, después de observar a la partera negra, a la que había ido a buscar tras una caminata de cuatro kilómetros, penetrar por la puerta desvencijada, del otro lado de la cual yacía su nieta quejándose. Sabían lo que todos habían venido diciendo... los negros de las cabañas de la hacienda y los blancos que rondaban todo el día por los alrededores de la hacienda, espiando en silencio a los tres, a Sutpen, a él y a su nieta, con aire provocativo y ligeramente retador a medida que su estado se iba haciendo cada día más visible y palmario. Eran como tres actores que entrasen y saliesen de escena.

“Ya sé lo que están chismorreándose al oído”, pensó. “Casi me parece oírlo: Wash Jones se ha amarrado, por fin, al viejo Sutpen... Le ha llevado veinte años, pero por fin se salió con la suya”.

Dentro de poco amanecería, pero todavía no. Desde el interior de la casa, donde la lámpara macilenta brillaba tenuemente más allá del marco torcido de la puerta, salía periódicamente, como al compás de algún reloj, la voz de su hija. Su pensamiento se deslizaba lento y aterrador, con dificultad, como si se mezclase a cierto rumor de cascos galopantes, hasta que, de repente, emergió a galope corto la silueta enhiesta del hombre a lomos de su caballo arrogante; y luego se destacó también con contornos claros lo que estaba perturbando su pensamiento; pero no como justificación ni explicación siquiera, sino como una apoteosis, solitaria, explicable, por encima del contacto grosero de los hombres:

Es más grande que todos esos norteños que mataron a su hijo y a su esposa y se llevaron a sus negros y arruinaron su plantación; más grande que esta maldita tierra en la cual encajaba a la medida y que le ha negado hasta una tienducha en el campo; más grande que la negativa que sintió en los labios tan amarga como la copa del Libro. ¿Cómo podía yo haber vivido tan cerca de él veinte años sin que me hubiese cambiado y tocado? Acaso no sea tan grande como él o no he galopado como él. Pero he sabido llevarle la corriente. Entre él y yo sabemos hacerlo, sólo con que me diga qué es lo que quiere.

Amaneció. De repente distinguió la casa y la vieja negra que lo miraba desde la puerta. Luego notó que la voz de su nieta se había callado.

-Es una niña -le dijo la negra-. Puede ir a contárselo a él si quiere.

Y, con esto, volvió a entrar en la casa.

-Una niña -repetía Wash-. Una niña.

En su estupor, casi no oyó los cascos galopantes, ni la silueta arrogante que volvió a emerger. Se quedó observándola, como si la viese pasar al galope a través de acontecimientos que marcasen la acumulación de los años, del tiempo, hasta el momento sublime en que cabalgaba bajo el sable que blandía y una bandera desgarradora, precipitándose furiosamente contra un cielo del color del azufre explosivo. Era la primera vez en su vida que pensaba que acaso Sutpen fuese un hombre y un viejo como él mismo.

“Ha tenido una niña”, reflexionaba en medio de aquel aturdimiento, con la sorpresa alborozada de un niño: “Sí, señor. Parece mentira pero he llegado a ser bisabuelo”.

Entró en la Casa. Avanzaba a pasos torpes de puntillas, como si ya no viviese allí, como si el bebé que acababa de tomar su primer aliento y de llorar a la luz lo hubiese desposeído, aunque fuese de su misma sangre. Pero, sobre el camastro de paja, apenas divisaba otra cosa que la mancha difusa del rostro demacrado de la nieta. La negra, sentada en cuclillas junto al hogar, habló:

-Será mejor que se lo diga, si va a decírselo... Ya es de día.

Pero no hacía falta. Apenas torció la esquina del pórtico donde estaba apoyada la guadaña que pidió prestada a su amo tres meses antes, para segar las malezas que estaba pisando, cuando se presentó Sutpen a caballo. No se puso a pensar cómo se había enterado. Supuso sin más que era eso lo que había traído al otro a horas tan tempranas de la madrugada del domingo, y se quedó plantado hasta que desmontó, quitándole después las riendas de la mano. En su cara apergaminada había una expresión casi de imbecilidad, mientras le decía con cierto aire cansado de triunfo:

-Es niña, Coronel. Porque... usted es tan viejo como yo...

Sutpen lo dejó con la palabra en la boca, pasó por delante de él y penetró en la casa. Él se quedó con la brida en la mano oyendo los pasos de Sutpen que se acercaban al camastro. Oyó lo que dijo, y algo pareció morir en él antes de hacer el menor movimiento.

Ya había subido el sol, ese sol rápido de las latitudes del Misisipí, y se le ocurrió que estaba bajo un cielo desconocido, ante un escenario extraño, que sólo le resultaba familiar como las cosas que se ven en sueños... como el que sueña que se cae de una altura cuando jamás ha ascendido.

“No es posible que haya oído lo que creo que he oído”, pensó sin abrir la boca. “Sé que no puede ser”.

Sin embargo, la voz, aquella voz familiar que pronunciara las palabras, seguía todavía hablando, contándole a la vieja negra no sé qué de un perro recién parido aquella madrugada.

“Por eso se ha levantado tan temprano”, pensó. “Eso es. Ni por mí ni por mi gente. Ni siquiera lo que es suyo le ha hecho levantarse de la cama”.

Sutpen salió. Se metió por la maleza, andando a pasos lentos y pesados que habrían sido rápidos cuando era más joven. Todavía no había mirado cara a cara a Wash. Pero fue diciéndole:

-Va a quedarse Dicey a atenderla. Será mejor que tú...

Entonces pareció advertir que Wash se le estaba poniendo por delante y se detuvo.

-¿Qué? -inquirió.

-Dijo usted... -El mismo Wash se oía la voz como si sonase a hueco o a graznido, como la de un sordo-. Dijo usted que si fuese una yegua, podría darle un buen pesebre en la cuadra...

-¿Y qué? -le preguntó Sutpen.

Cuando Wash empezó a avanzar hacia él, con los hombros ligeramente caídos, se le abrieron y cerraron los ojos, como puños que se crispan y relajan. Por un momento Sutpen se quedó clavado en el suelo asombrado, observando a aquel hombre a quien, durante veinte años, no había visto hacer movimiento alguno sino a su mando, como el caballo que montaba. De nuevo se entornaron y se abrieron sus ojos. Aunque no se movió, le pareció que empezaba a retroceder de repente.

-¡Atrás! -le dijo brusca y destempladamente-. No me toques.

-Voy a tocarlo a usted, Coronel -le contestó Wash, sin dejar de avanzar, con aquella voz queda, tranquila y casi dulce.

Sutpen levantó la mano en que empuñaba la fusta; la vieja negra espió por la puerta derrengada con su cara de gárgola o de gnomo decrépito.

-Atrás, Wash -repitió Sutpen.

Y sacudió un fustazo. La vieja negra pegó un salto hacia la maleza con la agilidad de una cabra y se perdió de vista. Sutpen zurció de nuevo la cara de Wash con el látigo, haciéndolo caer de rodillas. Cuando se levantó, empuñaba en sus manos la guadaña que le prestara Sutpen tres meses antes y que ya no le iba a hacer falta para nada.

Cuando Wash entró en la casa, su nieta se agitó en el jergón y lo llamó con miedo.

-¿Qué fue eso? -le preguntó.

-¿Qué fue qué, hija?

-Ese alboroto ahí fuera.

-No fue nada-contestó él suavemente, arrodillándose a su lado y tocándole la frente con mano torpe-. ¿Quieres alguna cosa?

-Un trago de agua- murmuró ella con voz quejumbrosa-. Llevo ya mucho tiempo con ganas de tomar un trago de agua, pero no hay nadie que me haga caso ni a quien yo le importe nada.

-Ahora mismo -le dijo él cariñosamente.

Se levantó con movimiento tiesos, le trajo el cubo de agua, le levantó la cabeza para que pudiese beber y luego se la apoyó otra vez en el camastro, observando cómo se daba vuelta con cara de piedra hacia su criatura. Pero un momento después vio que estaba llorando en silencio.

-Vaya, vaya -le dijo, aplacándola-. No debes hacer eso. La vieja dice y asegura que es una nena muy bonita. Ya pasó todo. Ya pasó todo. No hay por qué llorar ahora.

Pero ella siguió vertiendo lágrimas silenciosas, melancólicamente, y él se levantó de nuevo y estuvo junto al camastro, inquieto, algún tiempo, posando lo mismo que cuando pasara por aquel trance su esposa primero y luego su hija:

“Estas mujeres... Son un misterio para mí. Parece que los quieren tener, pero cuando los tienen, se ponen a llorar. Son un misterio para mí. Para cualquier hombre”.

Se apartó del camastro, arrimó una silla a la ventana y se sentó.

Estuvo así toda aquella larga, luminosa y soleada mañana, esperando junto a la ventana. De cuando en cuando, se levantaba y se aproximaba de puntas de pie al jergón. Pero ya su nieta se había quedado dormida, con la cara triste, tranquila y cansada, y la nena en el hueco de sus brazos. Luego volvió a la silla, se sentó una vez más, esperó y se extrañó de cómo tardaban tanto, hasta que recordó que era domingo. Estaba tan tranquilo, en la misma postura, a media tarde, cuando dio la vuelta a la esquina de la casa un muchacho blanco y, al toparse con el cadáver, lanzó un grito ahogado, levantó los ojos y miró como hipnotizado, un momento, a Wash, quien seguía en la ventana, terminando por volverse y escapar a toda carrera. Luego Wash se levantó y se acercó de puntas de pie, como antes, al jergón.

Su nieta se había despertado, acaso al oír el pequeño grito del muchacho.

-Milly -le preguntó el abuelo-, ¿tienes hambre?

Ella no contestó y volvió la cara para otro lado.

Wash encendió una fogata en el hogar y se puso a preparar la comida que había llevado el día anterior: era un pedazo de mantequilla y pan frío de borona; echó agua en el pote rancio del café y la calentó. Pero ella no quiso probar nada cuando le llevó su ración; así que él comió solo y en silencio, dejando los platos como estaban, después de lo cual se volvió a la ventana.

Ahora le pareció sentir, casi tocar, a los hombres que deberían estarse reuniendo con caballos, escopetas y perros... Aquel grupo de curiosos y vengativos hombres de la calaña de Sutpen, quienes se sentaran con él a la mesa en aquellos tiempos en que Wash no podía acercarse a la casa más que hasta la parra, hombres que además habían enseñado a los inferiores cómo había que jugarse la vida en la batalla y tenían, acaso, también papeles firmados por los generales, atestiguando que estaban entre los valientes de primera fila, que galoparon arrogantes y ufanos, como Sutpen, en aquellos viejos tiempos, por las feraces plantaciones a lomos de caballos finos... símbolos, por lo tanto, de admiración y de esperanza, al mismo tiempo que instrumentos de desesperación y luto.

Ellos esperaban que huyera. Pero a él le parecía que tenía más de qué huir en relación a otras cosas que huir de esta gente. Si emprendía la fuga, todo se limitaría a volver la espalda a una gavilla de desalmados y fanfarrones para toparse con otros iguales a ellos, pero todos los de esa ralea eran de la misma clase, por lo menos en la tierra que él conocía... Y era viejo, demasiado viejo hasta para huir, si es que lo fuera a hacer. Jamás lograría escapar, por mucho que corriera y por muy lejos que fuera: un hombre con cerca de sesenta años de edad no podía ir muy lejos. No lo suficientemente lejos para rebasar las fronteras de la tierra en que vivían hombres como aquellos, que imponían el orden a su antojo y dictaban las normas de vida. Le pareció comprender ahora por primera vez, al cabo de cinco años, cómo fue que los norteños o cualquier otro tipo de ejército viviente había logrado derrotarlos: a ellos, los valientes, los pundonorosos, los bravos, los que tenían acreditado su honor, su nobleza y su hidalguía, y los escogidos como dechados de todos. Acaso si él hubiese ido a la guerra con ellos, lo hubiese descubierto antes. Pero si los hubiese descubierto antes, ¿qué habría sido de su vida después?, ¿cómo habría podido recordar durar cinco años su vida anterior?

Ya estaba acercándose el sol hacia su ocaso. La criatura había estado llorando; cuando se aproximó al camastro, vio a su nieta amamantándola con su misma cara amada, inescrutable.

-¿No tienes hambre todavía? -le dijo.

-No quiero nada.

-Tienes que comer.

Ella ya no contestó y miró a su bebé. Wash volvió a su silla y vio que se había puesto el sol.
“Ya no pueden tardar mucho”, pensó.

Le parecía sentirlos ya muy cerca, al grupo de los curiosos y vengativos. Hasta se imaginaba que los estaba oyendo, que entendía lo que decían de él, lo que pensaban después de haberse sobrepuesto al primer arrebato de furia: “Ese viejo Wash Jones ha dado por fin un tropezón. Creyó tener atrapado a Sutpen, pero éste lo engañó. Creyó haber comprometido al Coronel a casarse con la muchacha o a pagar. Y el Coronel rehusó”.

-¡Pero si yo nunca pensé en eso, Coronel! -exclamó en voz alta, sorprendiéndole el eco de su propia voz y volviendo enseguida la cabeza para encontrarse con los ojos de su nieta que lo miraba.

-¿Con quién estabas hablando? -le preguntó ella.

-No era nada. Pensaba, por lo visto, y se me escapó alguna palabra sin querer.

De nuevo su cara se fue desdibujando... ya él no la veía más que como una mancha lívida a la luz del crepúsculo.

-Ya decía yo... me parece que tienes que gritar más fuerte para que él te oiga, para que te oiga desde afuera de la casa. Y creo que vas a tener que hacer algo más que gritar para que él se presente aquí.

-Claro, claro -replicó Wash-. Pero no te apures ya. -Le costaba trabajo pensar, pero fue expresándose poco a poco-: Ya sabes que yo nunca... Ya sabes que yo nunca he esperado, ni pedido nada a nadie, sino lo que he esperado de ti... Y nunca le pedí tal cosa... No creí que fuese a hacer falta. Yo dije: “No hace falta. ¿Qué necesidad tiene un hombre como Wash Jones de sospechar o dudar de otro a quien el general Lee en persona da fe en un papel escrito de su puño y letra de que es un valiente?” Valiente -se quedó pensando-. Mejor sería que ninguno de ellos hubiese vuelto a casa en 1865. -Pero en realidad, pensaba:

“Mejor sería que ni él ni yo, ni los suyos ni los míos hubiésemos nacido en esta tierra. Mejor sería que cuantos quedamos de nosotros fuésemos arrojados a tiros de la faz de la tierra, antes que otro Wash Jones vea su vida entera arrancada a tiras, arrugándose y retorciéndose como un manojo seco arrojado al fuego”.

Dejó de pensar y se quedó inmóvil. Oyó los caballos, de repente, sin lugar a dudas; poco después vio el reflejo de la linterna y las siluetas de hombres que se movían y percibió los relucientes caños de las escopetas, su inquieto fulgor. Pero no se movió Ya era casi noche cerrada. Oyó las voces y el rumor de los arbustos, según iban rodeando la casa. Apareció de lleno la linterna; sus reflejos iluminaron el cuerpo inerte que yacía entre los matorrales y se detuvo, proyectando altas sombras de caballos y jinetes. Un hombre desmontó y se agachó a la luz del farol sobre el cadáver. Empuñaba una pistola. Cuando se incorporó miró a la casa.

-Jones -dijo.

-Aquí estoy -contestó tranquilamente Wash desde la ventana-. ¿Es usted, mayor?

-Salga.

-Ahora mismo -contestó sin levantar la voz-. Espere que atienda primero a mi nieta.

-Nosotros la atenderemos. Salga, vamos.

-Ahora mismo, mayor. Un momento.

-Háganos una señal con la luz. Encienda su lámpara.

-Ahora mismo. En un momento.

Oyeron cómo se perdía su voz en el interior de la casa, aunque no pudieron ver cómo se acercaba rápidamente a la grieta de la chimenea donde guardaba su cuchillo de caza: lo único de valor que había en su vida y en su hogar.

Se enorgullecía de él por lo agudo de su filo. Se fue hacia el camastro, desde el cual salió la voz de su nieta:

-¿Quién es? Enciende la lámpara, abuelo.

-No va a hacer falta luz, hija. Sólo me va a llevar un momento -le contestó, arrodillándose, andando a tientas hacia el lugar desde donde saliera su voz y preguntándole en un susuro-. ¿Dónde estás?

-Aquí mismo -contestó ella con voz medrosa-. ¿Dónde quieres que esté? ¿Qué es lo que...? -la mano de él le tocó la cara-. ¿Qué es...? ¡Abuelo! ¡Abue...!

-Jones -repitió el otro-. ¡Salga afuera!

-Un momento nada más, mayor -replicó él.

Entonces se levantó y empezó a moverse rápidamente. Sabía a oscuras dónde estaba la lata de petróleo, y le constaba que estaba llena puesto que, no hacía dos días, la había llenado en la tienda y la tuvo guardada allí hasta que se la llevó a caballo a casa, porque pesaban mucho diecinueve litros. Todavía quedaban algunas brasas en el hogar; además, la destartalada casucha era como yesca: las brasas, la chimenea y las paredes explotaron en una sola llamarada azul.

Recortándose contra ella, los hombres que esperaban lo vieron abalanzarse hacia afuera, en un instante frenético, guadaña en mano, mientras los caballos retrocedían y corcoveaban aterrados. Los frenaron y lograron volverlos hacia el resplandor. La magra figura seguía destacándose fiera y serenamente, avanzando contra ellos y blandiendo la guadaña.

- iJones! -le gritó el jefe-. ¡Alto! ¡Alto o disparo! iJones! iJones!

La espectral y furiosa figura continuaba proyectándose contra el fondo encendido de las llamaradas crepitantes. Con la guadaña en alto arremetió contra ellos, contra los ojos desorbitados y empavorecidos de los caballos y los relampagueantes caños de las escopetas, sin un grito, sin una palabra.