sábado, 27 de junio de 2009

"Cuarenta y cuatro cuarenta" (Dalmiro Sáenz)

La pata del caballo se apoyó una cuarta más adelante del lugar donde había pisado la mano, y las huellas de las dos herraduras junto con las otras huellas que el animal iba dejando a su paso, se mantuvieron apenas unos instantes so­bre ese desierto que el viento arremolinaba des­ordenando esas huellas que ya no eran huellas sino arena dispersa sobre las matas de coirón, sobre el pasto seco, y sobre sí misma.

Era un animal de buena alzada, cebruno, bas­tante mestizo, que escarceaba como molesto por el tintineo que él mismo producía en el freno de plata, sujeto a esas riendas que se extendían junto con el cabresto hasta la mano que las jun­taba, para luego caer hacia un costado chico­te ando un poco el estribo grande de madera.

El hombre se había tapado la cara con el pa­ñuelo para protegerse del viento, de manera que bajo el ala del sombrero sobre los ojos entrecerrados, la tierra se amontonaba sobre las cejas tal vez grises, y sobre la mano, no sólo la que sostenía tan altas las riendas y el cabresto, sino también la otra, la que descansaba sobre el muslo muy cerca de la culata del winchester cuarenta y cuatro, que asomaba tras el borde de la carona y más cerca todavía de la culata de un revólver, seguramente un Smith o tal vez un Colt de cachas de madera muy gastadas.

No llevaba pilchero ni tropilla, por lo tanto no iba lejos, pero también iba sin perros segu­ramente por no ser hombre de trabajo. La man­ta castilla la llevaba por delante desde hacía más de dos horas, porque el sol ya estaba alto y no hacía frío, a pesar de que esa madrugada había tenido que calentar con el agua del mate el freno de plata para no lastimar la boca del cebruno, que ahora al filo ya del mediodía, se había detenido en los primeros repechos de las sierras del Deseado, mientras el hombre desmon­taba y se sacaba el sombrero que sacudió contra sus piernas y luego abolló su copa para volcar en ella un poco del agua de su cantimplora, que acercó con suavidad a la boca del caballo.

Cuando volvió a ponerse el sombrero, la fren­te quedó nuevamente protegida de ese sol tan alejado de esa frente, que la piel parecía algo impúdico, delicado, ausente de esa vida que había oscurecido, curtido y cincelado el resto de la cara y también las manos.

Después volvió a montar, y tres horas más tarde los dos hombres que él desde hacía rato veía junto al fuego, y que ellos a su vez también lo veían desde hacía rato, con las manos sobre los ojos al principio, y luego ya juntos, con alguna de las manos sobre el pescuezo del caballo y otra estrechando la de él, que ya había desmontado, o sobre el pegual que uno de ellos siguió aflojando a pesar de haber oído la frase que am­bos hombres calculaban que el otro hombre re­cién diría mucho más tarde, y no ahí, en ese momento, con el cebruno sudado que se alejaba ya desensillado y ellos desnudos e impotentes an­te las palabras.

-Fui al doctor.

-¿Y que dijo?

-Que me muero ya no más.

Entonces los dos hombres -con los movimien­tos abandonados sobre los objetos que las manos todavía sostenían sin objeto, y con las miradas sobre algo que no miraban, mientras eran mirados por el hombre que la policía de todo el territorio buscaba desde Río Gallegos hasta Garayalde se quedaron quietos y silenciosos, en la gran extensión también quieta y silenciosa, porque el viento se había aplastado contra el suelo como esperando el retorno del polvo des­alojado.

El hombre se llamaba Demetrio Morel y los otros dos eran sus hijos. Todos los juzgados de la Patagonia habían pedido su captura, y casi todas las armas que la ley había alzado contra él, habían vuelto burladas o vencidas o que­dado en el suelo junto a sus dueños o perdido su rastro en el desierto.

Ahora ese hombre, vencedor sobre la violen­cia, sobre las normas, sobre el acero de las hojas desenvainadas o sobre el plomo y el níquel de las balas, sobre la sangre, sobre la muerte, lleva­ba la muerte en su propia sangre como la inercia de un movimiento ya detenido.

Habló, pero recién a la noche, cuando las cabezas sobre los recados miraban hacia arriba ha­cia la distancia, ellos tres que pronto serían dis­tancia, ahora acostados en ese suelo mientras el hombre con uno de sus hijos a la derecha y el otro a la izquierda decía “Ustedes son...” Se interrumpió, porque iba a decir “lo único que tengo”, y sacó los brazos de debajo de las man­tas dejándolos extendidos hacia ellos, los que es­cuchaban con las cabezas tristes bajo las estrellas, y miró primero a uno y después al otro como dudando y prosiguió:

-No quiero esperar, mañana quiero estar muerto. Tengo en el tirador toda la plata de los últimos asaltos, es para vos -dijo mirando al me­nor de sus hijos, al que al día siguiente vería por última vez, después de ese abrazo silencioso en la niebla de la mañana, alejándose al tranco de su bayo encerado, e internándose en ese mun­do que se abriría al paso de su winchester trein­ta-treinta, durante meses y años hasta el día aquel, en que el azar de una venganza lo lleva­ría a un pueblito sin nombre en el norte del Chubut, donde se detendría.

Ahora solos el padre y el mayor de los hijos los dos a caballo en un cruce de caminos miran­do a lo lejos y las palabras:

-Ahí es Leona Muerta. Ése es el pueblo que te dejo de herencia y acá tenés mi winchester.

* * *

El comisario de Leona Muerta había sido nombrado por una comisión de vecinos nada más de cuatro años, y esa misma comisión, por lo menos algunos de sus miembros, oyeron el disparo que atravesó el pecho del hombre en cuya velocidad de brazo y en cuya destreza ha­bían confiado, sin saber que esa velocidad y esa destreza acababan de detenerse en la mitad de un trayecto, cuya mano nunca más recorrería, a pesar que el reflejo de su instinto todavía alo­jado en ese cuerpo, junto con la bala entre sus costillas, lo hizo girar sobre sí mismo para tratar de eludir el segundo balazo, como si aun esas dos cualidades: la velocidad y la destreza, depen­dientes una de la otra e inútiles una sin la otra, estuviesen todavía en vigencia delante de aquel hombre dueño de las palabras recién pronuncia­das -Soy Demetrio Morel- y dueño de la velo­cidad y destreza suficientes como para alejarse ahora lentamente del cuerpo quieto del comi­sario muerto.
La noticia corrió por la calle principal, des­bordó la plaza, y siguió delante del hombre que avanzaba, y cuando éste se detuvo muy cerca de la puerta del bar del Hotel, los hombres que formaban la clase alta de ese pueblo en la Ar­gentina y cuyos nietos, algunos de ellos tal vez, sean ahora la clase alta de este pueblo argentino, lo miraron a través del vidrio mientras abría la puerta del bar, y después sin el vidrio que los separaba, lo vieron avanzar hasta el mostrador en donde apoyó un codo de manera que su mano -la veloz experta y condenada mano- colgara muy cerca del revólver todavía tibio por la muer­te que su propia muerte había reclamado.

En el silencio del cuarto, el silencio de los hombres agrupaba a los hombres dueños de esas normas cuya violación provocaba ese silencio, mientras el silencio de Demetrio Morel, se man­tuvo insolente sobre el otro silencio como ensor­deciendo las palabras calladas y los movimientos detenidos sobre las armas quietas y enfundadas.

Entonces fue el sonido, y también el movi­miento, pues el dueño de los pasos que se oye­ron sobre las maderas del piso, avanzando como en un lento y premeditado desafío, que recién se concretó cuando el hombre -joven descono­cido forastero, que recién había llegado al pueblo hacía algunas horas y se había anotado en el registro del hotel como comprador de hacien­da- se detuvo con el winchester cuarenta y cua­tro que asomaba entre sus brazos cruzados sobre el pecho y la mirada firme hacia adelante como esperando.

Cuando las armas se acallaron, el hombre jo­ven estaba extendido en el suelo con el rifle hu­meante entre sus manos. Demetrio Morel apoya­do en el mostrador miraba hacia abajo como es­crutando el lugar donde caería para siempre.

Cuando lo hizo, los parroquianos del bar, los que habían visto cómo los tiros de su revólver se estrellaron contra la pared demasiado altos sobre la cabeza del forastero, mientras éste hacía su primer disparo casi sin mover los brazos y el segundo desde el piso en donde se había ti­rado, en una experta y velocísima sucesión de movimientos, lo vieron ahora levantarse lenta­mente y mirar el cuerpo inerte del que ellos nunca sabrían que era su propio padre.

Lo nombraron comisario ese mismo día como había calculado Demetrio Morel en su última tarde cuando le dijo:

-Yo voy a tirar alto y vos apuntá bien. Des­pués te van a nombrar comisario y el pueblo va a ser tuyo.

* * *

Cuando a la mañana abría la ventana de la comisaría, la que daba sobre la calle principal, parecía que todo el pueblo se extendía ahí al alcance de su mano, y cuando sus habitantes pasaban por la puerta y lo saludaban, el tácito acatamiento de los hombres hacia la fuerza, pa­recía confirmarse en cada inclinación de cabeza o de respetuosa llevada de la mano hacia el borde de la gorra o el ala del sombrero.

Entonces él, con su traje negro y sus botas altas y el winchester inseparable sujeto en una mano a lo largo de su cuerpo, contestaba apenas con el esbozo de un gesto cuya órbita como una tardía y desproporcional imitación de la otra ór­bita, la que ya había bajado del borde de la go­rra o del ala del sombrero, mientras la de él ­la feroz temida e indolente órbita- apenas se separaba un poco de ese cuerpo, en un absurdo desplazar de unos centímetros o la insinuación de unos centímetros, de esa mano, que de tan veloz había adquirido el derecho a exhibir el privilegio de su quietud.
Un día, un vecino de la zona -uno de los pobladores de esos campos abiertos que recién se alambrarían una o dos y hasta tres generacio­nes más tarde por sus hijos, nietos o biznietos, los que manejarían automóviles y mirarían los vellones con ojos expertos y hablarían de rindes y de aforos en la oficina de Elviro y Salmerón Fernández -llegó a la comisaría a denunciar el robo de unos capones.

Era un hombre simple, que habló con senci­llez, sin dar mucha importancia a sus palabras que acompañaban a su gesto sobre el mapa en la pared señalando la vasta y probable zona del robo, y al darse vuelta para continuar, la oficina ya estaba vacía, y a los pocos minutos el comi­sario montado en el cebruno que había sido de su padre y llevando su propio caballo de pil­chero, avanzaba por la calle principal, ante los mismos ojos y por la misma calle, por donde volvería cinco días más tarde con un hombre muerto cruzado sobre la cangalla del pilchero y otro hombre exhausto y tambaleante caminando unos metros más adelante, cubierto por el win­chester implacable e indiferente apenas apoya­do sobre la cruz de su caballo, que seguía escar­ceando a pesar del cansancio, salpicando a veces con gotas de espuma blanca la cabeza y la espal­da del prisionero, y cuando éste se desplomó, ni el caballo ni el jinete se inmutaron siguiendo la marcha ante las miradas de los habitantes del pueblo, que recién ahora pudieron ver que lo que unía al hombre caído con el hombre mon­tado, no era sólo la tácita amenaza del arma que lo cubría, sino el fino trenzado y ahora tenso lazo que de la cincha del cebruno tironeó cruen­to el cuello del hombre arrastrándolo un poco hasta que consiguió pararse, para seguir cami­nando, primero a la par y después algo más ade­lante, como previendo o agregando una escasa garantía de tiempo y de distancia, para amen­guar el próximo tirón del lazo en su próxima caída sobre la calle.
Todos lo miraron ese día -los pobladores, los hombres cuyas majadas pastoreaban las pampas, los cañadones, las sierras y que avanzaban sobre la tierra conquistada a la soledad, a la lejanía, al mismo país repantigado contra ese puerto in­diferente, los peones, los que vendían sus movi­mientos, su experiencia, su tiempo a otros hom­bres dueños de otros movimientos, otras expe­riencias y otro tiempo, los comerciantes, los due­ños del trueque y del esfuerzo, que trasforma­ban el esfuerzo de otros en algo en tránsito hacia otros esfuerzos, las mujeres, hechas de formas, de miradas propias y ajenas, de pasado, de futuro, los chicos, todavía sin caras en donde depositar sus sentimientos- todos lo miraban al hombre que avanzaba entre la muerte que llevaba cru­zada en el pilchero y la vida que marchaba a tropezones, sobre el dolor de los pies llagados y sobre el cansancio.

Cuando llegó a la comisaría lo vieron desmon­tar y soltar las sogas que sujetaban al hombre muerto y cuando éste cayó, los vecinos del pue­blo supieron que ese cadáver que se extendía a lo ancho de la calle era parte de un precio que el comisario imponía con su persona, y con ese algo que flotaba en el ambiente incluso aho­ra que él ya no estaba, pero que quedaba ahí, como parte de una parte de ellos mismos.

Entonces rodearon el cadáver y lo dieron vuel­ta y alguien dijo:

-No es de aquí.

Y el que había hecho la denuncia dijo des­pués:

-Yo no pensé... si hubiera sabido... yo no creía que lo iba a matar -y miró esa cara inerte y desconocida donde la muerte se había asenta­do antes que la tierra y el polvo que cubrían aquello que muy pronto sería polvo bajo la tierra.

Enterraron el cuerpo ellos mismos y ahí jun­to a la tumba recién tapada dijeron:

-No puede ser, unos cuantos capones, no valen la vida de un hombre.

-No sé... pero alguien así nos hacía falta.

-Sí pero...

-No pero...

Y las ideas surgían en forma de frases, que apenas representaban una parte de la persona que las decía, porque la tentación del orden lu­chaba con el miedo de ser responsables de ese orden desatado, como si intuyeran ese mundo del futuro, el de los hombres saliendo de las trincheras de sus istmos y conociendo el miedo de carecer de miedo.

-Hay que hacer algo -dijo alguien.

Esa noche en el piso del calabozo el preso dor­mitaba. El primer chistido entró dentro de su sueño sin perturbarlo y cuando abrió los ojos ya el segundo chistido había disipado el sueño y permaneció por un instante como único pensa­miento en sus pensamientos recién despiertos.
Por la ventana enrejada de la puerta vio la cara del chico, y en seguida su mano indicando silencio sobre la boca, luego la cabeza desapare­ció y el sonido del pasador de fierro al ser co­rrido muy lentamente fue lo único que se oía entre las paredes del calabozo. Después el chico cuya cabeza recién había visto apareció en el hueco de la puerta que se abría. De un salto es­tuvo junto a él.

-¿Quién te manda? -le susurró y esperó per­plejo la respuesta de la cara también perpleja sin respuesta y que preguntaba:

-¿A mí?

-Sí a vos.

-Nadie.

-¿Y el comisario?

-Está dormido, yo vivo al lado y lo vi por la ventana.

-Quién te manda.

-Nadie yo vivo...

Pero la frase quedó trunca, porque el puño del comisario surgió del silencio tras sus espal­das y golpeó al hombre en el costado de la ca­beza. Después cerró la puerta, y el chico dejó de ver el cuerpo del hombre nuevamente exten­dido en el piso del calabozo y su mirada bajo el pelo desordenado se mantuvo hacia abajo, mien­tras sentía sobre su hombro el peso de la mano que lo sujetaba.

-Quién te manda -volvió a oír el chico por tercera vez y volvió a contestar:

-Nadie.

-¿Cuántos años tenés?

-Once.

Ahora la mano que sentía sobre el hombro no sólo lo sujetaba sino que lo empujó hacia adelante por un pasillo para luego pasar a un cuarto en donde oyó el sonido de la puerta que se cerraba.

-Sacate la camisa -fue lo próximo que oyó, y cuando el arreador empezó a bajar sobre la espalda desnuda, el chico ya había cerrado los ojos y apretado los dientes, y cuando el cuero tocó la espalda, el dolor pareció estallar bajo la piel y extenderse hacia arriba como un fuego que se detuvo recién en el borde de la nuca.

Luego el dolor empezó a descender hacia la marca horizontal sobre la espalda, pero casi en seguida el segundo golpe arrasó al primer dolor de su trayecto, para instalarse sobre el cuerpo tembloroso apenas sostenido por las piernas que temblaban.

El tercer golpe que se inició, cuando el arrea­dor se separó de la piel retrocediendo en su ne­cesidad de espacio como buscando en la distan­cia y en la altura la distancia y la altura nece­sarias para aumentar el peso de esa violencia que ahora bajaba acortando la distancia, la altu­ra y el espacio, hasta detenerse en el chasquido sobre el chico que después caería boca abajo so­bre el suelo.

-¿Quién te mandó?

El arreador se levantó nuevamente, pero sólo a la altura de la mesa donde quedó tirado y quieto como algo ya inútil y superado.

-Entonces por qué trataste de soltado.

-No sé.

Después hablaron.

-Podés irte -le dijo más tarde.

Esa noche la mirada del chico en la cocina de su casa, recorrió los objetos que la luz del farol recortaba sobre la pared, después volvió al pla­to, donde la sopa se enfriaba con la cuchara indolente sumergida en la superficie apenas al­terada por los fideos que mantenían algo del movimiento que el chico les había provocado, mientras su madre -la mujer cuya escasa cin­tura apretada por las tiras del delantal se que­braba con gracia en ese momento sobre la mesa con el cucharón desbordante en la mano- le decía:

-No terminaste, ¿qué te pasa?

-Nada -dijo el chico pero su madre se había acercado con la preocupación solícita que hacía años desplegaba sobre él, desde el día mis­mo en que el médico del pueblo le había dicho “Es un varón, Luisa” con el mismo tono con que un mes antes le había dicho “Tu marido ha muerto, Luisa” a ella, que ahora once años más tarde retiraba la mano horrorizada de la es­palda de su hijo y decía:

-La espalda... la... tenés la camisa empapada de sangre.

Mientras lo curaba lloró de indignación y re­petía:

- Tenés que decirme quién fue, tenés que decirme.

Y la cabeza del chico, con sus movimientos de derecha a izquierda sobre esos hombros en don­de el extremo de una de las cicatrices avanzaba oblicua hacia la nuca, mientras las manos, las solícitas preocupadas e indignadas manos de su madre, revoloteaban sobre la espalda dolorida como pájaros alborotados ante un nido recién destruido, pero que al día siguiente, se manten­drían sobre sus muslos ordenados sentada frente al comisario mientras decía:

- ... no me quiere decir quién le pegó.

Y el chico junto a su madre con la mirada hacia abajo sin animarse a levantar los ojos y escuchando las palabras.

-¿Cómo se llama su hijo?

-Lucas como el padre.

Y el comisario, el hombre que ella había vis­to pasar por la calle principal como un heraldo del dolor, de la muerte, del miedo, el hombre que habría pronunciado desde su llegada al pue­blo un número de palabras casi menor que las balas disparadas por el cañón de su winchester, el hombre cuya mirada ella había rehuido el primer día como evitando la profanación de ese futuro que su pasado ya había estipulado, el hombre cuyo nombre todos ignoraban, se había parado frente a su hijo y le decía:

-Yo me llamo Demetrio también como mi padre.

* * *

Cuando ese día salieron de la comisaría Lui­sa miró a Lucas que caminaba a su lado como abstraído. Le pareció que sonreía, entonces pen­só en lo que tenía que decir y después lo dijo:

-Lucas -tuvo que repetir su nombre dos ve­ces más y recién él le contestó.

-¿Qué?

-Lucas, esos hombres así como el comisario. .. son como distintos a uno.. son...

-¿Qué?

-Son distintos. Son distintos a Don Eloy y a Francisco y a tu tío Oscar.

-Ya sé.

-Lo que te quiero decir es que no me gustaría que vos fueras así cuando seas grande. “Qué estoy diciendo”, tal vez pensó, “no me puede en­tender si yo misma no me entiendo, pero pro­siguió”: Los hombres así no tienen casa, viven en peligro, no pueden ser felices.

-¿Don Eloy es feliz? -preguntó Lucas.

-Sí... a su modo.

-¿Por qué?

- Tiene todo lo que quiere tener.

-¿Y él?

-¿El comisario?

-Sí.

-A la gente así no le gusta tener cosas.

-Tiene un winchester.

-Qué hay que tenga un winchester, mucha gente tiene un winchester, tu tío Oscar tiene uno.

-Es distinto.

-SÍ es distinto.

Siguieron caminando y después Luisa prosiguió:

-¿Me vas a decir quién te pegó?

-No -dijo Lucas y los dos estaban ahora dentro de la casa, en el espacio familiar tal vez querido o tal vez no, limitado por las paredes vacías que lo, separaban del otro gran espacio, el enorme e ilimitado espacio de los cielos infinitos y de la tierra.

Después se callaron, y Luisa pensó que más tarde iba a llorar, cuando estuviese sola acosta­da en esa cama en donde la respiración de ella y su marido se había aquietado doce años antes, luego de la momentánea agitación que la especie empeñada en subsistir imponía a sus miembros, y que estos cumplían, con esa serie de movi­mientos, de abrazos, de posiciones, como dos seres luchando en el borde mismo de los siglos y cuya consecuencia, ahora, el heredero y poseedor de ese símbolo de lucha, se encontraba ahí, frente a ella erguido en su rebeldía como el creyente enfrentando por primera vez la imagen de su Creador.

* * *

Llegaron de distintos lados y en distintos días.

Venían de la distancia en caballos mestizos con aperos de plata y buenas armas. Surgieron ahí, después de alguna noche, o al caer de alguna tarde, o en una de esas madrugadas frías en que el pueblo entumecido demoraba su despertar, mientras las sombras débiles de las cosas se ex­tendían hacia el oeste sobre el sol.

El primero que llegó, era un hombre aindia­do serio y enjuto casi del mismo color que el lobuno que montaba, y que dejó atado frente a la comisaría, después de bolear la pierna sobre su anca quebrando esa unidad caballo-hombre como si se hubiese separado en dos partes un juguete muy manoseado quedando una de las partes abandonada sobre el polvo mientras la otra entraba en la comisaría seguida por el tin­tineo de las espuelas grandes.

El segundo viajaba con tropilla, y surgió un día entre la niebla sobre la escarcha y a la vista del pueblo que lo miraba. Acampó en las afue­ras, y ya esa tarde dejó tendido un lazo entre dos molles para que la tropilla formase tras la orden de esa voz, tan suave como los movimien­tos que lo llevarían esa noche a la comisaría, no por la calle principal sino por detrás de las ca­sas, como buscando el amparo de una sombra a una hora en que todo el pueblo era una som­bra, sobre la sombra del desierto oscurecido.

Después llegó otro. Vino al galope como pre­ocupado por una tardanza, y dejó caer las rien­das y el cabresto que tocaron el suelo casi al mismo tiempo que la suela de sus botas, y en­tró en la comisaría con un Remignton recortado en la mano izquierda, mientras el caballo se mantenía inmóvil como dependiente de una au­toridad no dependiente de las riendas y el ca­bresto que colgaban hacia abajo, sino de ese hombre, que junto con los otros hombres, oirían del comisario las palabras:

-Los mandé llamar por... y tal vez dijo:

- ... porque el pueblo ya es mío y necesito gente para los puestos claves; acá hay mucha plata va a alcanzar para todos.

O tal vez no dijo en absoluto esas palabras, en cambio puede ser que dijera:

- ... porque yo soy el comisario y no quiero ver a ninguno de ustedes en el pueblo.

Pero cualquiera que hayan sido sus palabras, las primeras las lógicas y esperadas palabras que su padre le había dejado como herencia junto con el pueblo de Leona Muerta, o las segundas, las lógicas y esperadas palabras que su padre le había dejado de herencia junto con el pueblo de Leona Muerta, fueron oídas por Lucas -el que sería heredero del gesto del hombre que sin saberlo también había heredado un gesto- a través de la puerta entreabierta que daba sobre el pasillo.

Tal vez uno de los hombres vio a Lucas y tra­tó de eliminar al testigo de sus proyectos sin saber que el comisario lo iba a defender. Tal vez ninguno vio a Lucas y simplemente contesta­ron con sus armas las palabras del comisario. Pero lo cierto es que un instante después, el cuarto pareció demasiado chico para el estruen­do de los balazos, y entonces fue el sonido, y el humo de los disparos, y los gritos de dolor y los de la furia desbordando las paredes cuyos revoques destrozados por el plomo de las balas caían sobre las vidas sobre las muertes, sobre la sangre que ya empapaba las ropas, sobre el cuchillo que uno de los hombres manoteaba in­fructuosamente tratando de arrancarlo del bor­boteo de su garganta, sobre los ojos de alguno vueltos hacia arriba ya ausentes ya invulnerables, sobre una respiración que apenas continuaba, sobre alguna mano dócil junto a un arma quie­ta, mientras la otra mano encrespada parecía la furia de una protesta inmovilizada junto a una herida.

Entre el tumulto de los cuerpos extendidos ahora era la quietud, que pareció descender ha­cia el suelo que acogía indiferente el retorno, el fin de la lucha, de la rebeldía, de la erguida verticalidad del hombre atado a su sombra ho­rizontal sobre la tierra, y hasta el ronquido del comisario bajó lentamente hacia la boca que lo producía, quedando un rato demorado sobre la saliva blanca de los labios para luego entrar en ese pecho donde los latidos recién entonces se acallaron.

Ahora y acá, a más de cincuenta años de ese chico, hincado, lloroso y asustado, mirando el cuerpo de un hombre entre los cuerpos, nos­otros los que miramos, los que somos mirados.

sábado, 13 de junio de 2009

"La Casa de Asterión" (Jorge Luis Borges)


Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.Apolodoro, Biblioteca, III,I


Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol;. abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto.

¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.